Los dos peregrinos cultivaban sólo una esperanza humana, que ahora se hacía pedazos. Esa cruz izada en el Calvario era el signo más elocuente de una derrota que no habían pronosticado. Si de verdad ese Jesús era según el corazón de Dios, deberían concluir que Dios era inerme, indefenso en las manos de los violentos, incapaz de oponer resistencia al mal.
Así, esa mañana de ese domingo, estos dos huyen de Jerusalén. En sus ojos todavía están los sucesos de la pasión, la muerte de Jesús; y en el ánimo el penoso desvelarse de esos acontecimientos, durante el obligado descanso del sábado. Esa fiesta de la Pascua, que debía entonar el canto de la liberación, en cambio se había convertido en el día más doloroso de sus vidas. Dejan Jerusalén para ir a otra parte, a un poblado tranquilo. Tienen todo el aspecto de personas intencionadas a quitar un recuerdo que duele. Entonces están por la calle y caminan. Tristes. Este escenario – la calle – había sido importante en las narraciones de los evangelios; ahora se convertirá aún más, desde el momento en el cual se comienza a narrar la historia de la Iglesia.
El encuentro de Jesús con esos dos discípulos parece ser del todo casual: se parece a uno de los tantos cruces que suceden en la vida. Los dos discípulos caminan pensativos y un desconocido se les une. Es Jesús; pero sus ojos no están en grado de reconocerlo. Y entonces Jesús comienza su "terapia de la esperanza". Y esto que sucede en este camino es una terapia de la esperanza. ¿Quién lo hace? Jesús.
Sobre todo pregunta y escucha: nuestro Dios no es un Dios entrometido. Aunque si conoce ya el motivo de la desilusión de estos dos, les deja a ellos el tiempo para poder examinar en profundidad la amargura que los ha envuelto. El resultado es una confesión que es un estribillo de la existencia humana: «Nosotros esperábamos, pero Nosotros esperábamos, pero …» (v. 21). ¡Cuántas tristezas, cuántas derrotas, cuántos fracasos existen en la vida de cada persona! En el fondo somos todos un poco como estos dos discípulos. Cuántas veces en la vida hemos esperado, cuántas veces nos hemos sentido a un paso de la felicidad, y luego nos hemos encontrado por los suelos decepcionados. Pero Jesús camina: Jesús camina con todas las personas desconsoladas que proceden con la cabeza agachada. Y caminando con ellos, de manera discreta, logra dar esperanza.
Jesús les habla sobre todo a través de las Escrituras. Quien toma en la mano el libro de Dios no encontrará historias de heroísmo fácil, tempestivas campañas de conquista. La verdadera esperanza no es jamás a poco precio: pasa siempre a través de la derrota. La esperanza de quien no sufre, tal vez no es ni siquiera eso. A Dios no le gusta ser amado como se amaría a un líder que conduce a la victoria a su pueblo aplastando en la sangre a sus adversarios. Nuestro Dios es una farol suave que arde en un día frío y con viento, y por cuanto parezca frágil su presencia en este mundo, Él ha escogido el lugar que todos despreciamos.
Luego Jesús repite para los dos discípulos el gesto-cardinal de toda Eucaristía: toma el pan, lo bendice, lo parte y lo da. ¿En esta serie de gestos, no está quizás toda la historia de Jesús? ¿Y no está, en cada Eucaristía, también el signo de qué cosa debe ser la Iglesia? Jesús nos toma, nos bendice, "parte" nuestra vida – porque no hay amor sin sacrificio – y la ofrece a los demás, la ofrece a todos.