La cruz no "está", pues, contra el mundo, sino para el mundo: para dar un sentido a todo el sufrimiento que ha habido, hay y habrá en la historia humana. "Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar el mundo –dice Jesús a Nicodemo–, sino para que el mundo se salve por medio de él" (Jn 3,17). La cruz es la proclamación viva de que la victoria final no es de quien triunfa sobre los demás, sino de quien triunfa sobre sí mismo; no de quien hace sufrir, sino de quien sufre.
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"Dum volvitur orbis", mientras que el mundo realiza sus evoluciones. La historia humana conoce muchos tránsitos de una era a otra: se habla de la edad de piedra, del bronce, hierro, de la edad imperial, de la era atómica, de la era electrónica. Pero hoy hay algo nuevo. La idea de transición no basta ya para describir la realidad en curso. A la idea de mutación se debe agregar la de aplastamiento. Vivimos, se ha escrito, en una sociedad "líquida"; ya no hay puntos firmes, valores indiscutibles, ningún escollo en el mar, a los que aferrarnos, o contra los cuales incluso chocar. Todo es fluctuante.
Se ha realizado la peor de las hipótesis que el filósofo había previsto como efecto de la muerte de Dios, la que el advenimiento del super-hombre debería haber evitado, pero que no ha impedido: "Qué hicimos para disolver esta tierra de la cadena de su sol? ¿Dónde se mueve ahora? ¿Dónde nos movemos nosotros? ¿Fuera de todos los soles? ¿No es el nuestro un eterno precipitar? ¿Hacia atrás, de lado, hacia adelante, por todos los lados? ¿Existe todavía un alto y un bajo? ¿No estamos acaso vagando como a través de una nada infinita?" (F. NIETZSCHE, La gaya ciencia, aforismo 125 (Edaf, Madrid 2002).
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Se dijo que "matar a Dios es el más horrendo de los suicidios", y es lo que estamos viendo. No es verdad que "donde nace Dios, muere el hombre" (J.-P. SARTRE); es verdad lo contrario: donde muere Dios, muere el hombre.
Un pintor surrealista de la segunda mitad del siglo pasado (Salvador Dalí) pintó un crucificado que parece una profecía de esta situación. Una cruz inmensa, cósmica, con un Cristo encima, igualmente monumental, visto desde arriba, con la cabeza reclinada hacia abajo. Sin embargo, debajo de él no existe la tierra firme, sino el agua. El crucifijo no está suspendido entre cielo y tierra, sino entre el cielo y el elemento líquido del mundo.
Esta imagen trágica (hay también como trasfondo, una nube que podría aludir a la nube atómica), contiene, sin embargo, una certeza consoladora: ¡Hay esperanza incluso para una sociedad líquida como la nuestra! Hay esperanza, porque encima de ella "está la cruz de Cristo". Es lo que la liturgia del Viernes Santo nos hace repetir cada año con las palabras del poeta Venancio Fortunato: "O crux, ave spes única", Salve, oh cruz, esperanza única del mundo.
Sí, Dios ha muerto, ha muerto en su Hijo Jesucristo; pero no ha permanecido en la tumba, ha resucitado. «¡Vosotros lo crucificasteis –grita Pedro a la multitud el día de Pentecostés–, pero Dios lo ha resucitado!» (Hch 2,23-24). Él es quien "había muerto, pero ahora vive por los siglos" (Ap 1,18). La cruz no «está» inmóvil en medio de los vaivenes del mundo como recuerdo de un acontecimiento pasado, o un puro símbolo; está en él como una realidad en curso, viva y operante.
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Sin embargo, confundiríamos esta liturgia de la pasión, si nos detuviéramos, como los sociólogos, en el análisis de la sociedad en que vivimos. Cristo no ha venido a explicar las cosas, sino a cambiar a las personas. El corazón de tinieblas no es solamente el de algún malvado escondido en el fondo de la jungla, y tampoco el de la nación y el de la sociedad que lo ha producido. En distinta medida está dentro de cada uno de nosotros.