Son obras que se pueden vivir sea en una dimensión sencilla, familiar, al alcance de todos, sea –especialmente la segunda, aquella de enseñar– en un plano más institucional, organizado. Pensemos por ejemplo en tantos niños que todavía sufren de analfabetismo: esto no se puede entender, que en un mundo donde el progreso técnico, científico haya llegado tan alto, existan niños analfabetos.
Esto no se puede entender; es una injusticia. Cuantos niños sufren la falta de instrucción. Es una condición de grande injusticia que atenta contra la dignidad de la persona misma. Sin instrucción luego se convierte fácilmente en presa de la explotación y de las diversas formas de lacras sociales.
La Iglesia, a lo largo de los siglos, ha sentido la exigencia de comprometerse en el ámbito de la instrucción porque su misión de evangelización implica el compromiso de restituir la dignidad a los más pobres.
Desde el primer ejemplo de una "escuela" fundada aquí en Roma por San Justino, en el segundo siglo, para que los cristianos conocieran mejor la Sagrada Escritura, hasta San José de Calasanz, que abrió las primeras escuelas populares gratuitas de Europa, tenemos una larga lista de santos y santas que en diversas épocas han llevado la instrucción a los más desfavorecidos, sabiendo que a través de este camino habrían podido superar la miseria y las discriminaciones.
Cuantos cristianos, laicos, hermanos y hermanas consagrados, sacerdotes han dado la propia vida en la instrucción, en la educación de los niños y de los jóvenes. ¡Pero esto es grande! ¡Y yo los invito a hacer un homenaje a ellos con un aplauso!
Estos pioneros de la instrucción habían entendido a fondo la obra de misericordia y lo habían hecho un estilo de vida capaz de transformar la misma sociedad. ¡A través de un trabajo sencillo y pocas estructuras han sabido restituir la dignidad a tantas personas! Y la instrucción que daban era muchas veces orientada también al trabajo.