VATICANO,
El Papa Francisco celebró la mañana del 3 de septiembre una nueva Audiencia Jubilar con ocasión del Jubileo de los Voluntarios y Operarios de la Misericordia dedicada al amor y la caridad.
El Santo Padre invitó a imitar el ejemplo de Madre Teresa, quien mañana será proclamada santa, y pedir "ser instrumentos humildes en las manos de Dios para aliviar el sufrimiento del mundo, y dar la alegría y la esperanza de la resurrección".
A continuación el texto completo de la audiencia:
Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
Hemos escuchado el himno de la caridad que el apóstol Pablo escribió a la comunidad de Corinto, y que constituye una de las páginas más hermosas y más exigentes para el testimonio de nuestra fe (cf. 1 Co 13,1-13). San Pablo ha hablado muchas veces del amor y de la fe en sus escritos; sin embargo, en este texto se nos ofrece algo extraordinariamente grande y original. Él afirma que el amor, a diferencia de la fe y de la esperanza, «no pasará jamás» (v. 8). Esta enseñanza debe ser para nosotros una certeza inquebrantable; el amor de Dios no cesará nunca, ni en nuestra vida ni en la historia del mundo. Es un amor que permanece siempre joven, activo y dinámico, y que atrae hacia sí de un modo incomparable. Es un amor fiel que no traiciona, a pesar de nuestras contradicciones. Es un amor fecundo que genera y va más allá de nuestra pereza. En efecto, de este amor todos somos testigos. El amor de Dios nos sale al encuentro, como un río en crecida que nos arrolla pero sin aniquilarnos; más bien, es condición de vida: «Si no tengo amor, no soy nada», dice san Pablo (v. 2). Cuanto más nos dejamos involucrar por este amor, tanto más se regenera nuestra vida. Verdaderamente deberíamos decir con toda nuestra fuerza: soy amado, luego existo.
El amor del que nos habla el Apóstol no es algo abstracto ni vago; al contrario, es un amor que se ve, se toca y se experimenta en primera persona. La forma más grande y expresiva de este amor es Jesús. Toda su persona y su vida no es otra cosa que una manifestación concreta del amor del Padre, hasta llegar al momento culminante: «la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores» (Rm 5,8). Del Calvario, donde el sufrimiento del Hijo de Dios alcanza su culmen, brota el manantial de amor que cancela todo pecado y que todo recrea en una vida nueva. Llevemos siempre con nosotros, de modo indeleble, esta certeza de la fe: Cristo «me amó y se entregó por mí» (Ga 2,20). Nada ni nadie podrá separarnos del amor de Dios (cf. Rm 8,35-39). Por tanto, el amor es la expresión más alta de toda la vida y nos permite existir.