CZESTOCHOWA,
El Papa Francisco celebró este jueves 28 la Misa por el 1050° aniversario del Bautismo de Polonia, en el Santuario de la Virgen de Czestochowa, donde afirmó que "Dios nos salva haciéndose pequeño, cercano y concreto".
A continuación la homilía completa del Santo Padre:
Las lecturas de esta liturgia muestran un hilo divino, que pasa por la historia humana y teje la historia de la salvación.
El apóstol Pablo nos habla del gran diseño de Dios: «Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer» (Ga 4,4). Sin embargo, la historia nos dice que cuando llegó esta «plenitud del tiempo», cuando Dios se hizo hombre, la humanidad no estaba tan bien preparada, y ni siquiera había un período de estabilidad y de paz: no había una «edad de oro». Por lo tanto, la escena de este mundo no ha merecido la venida de Dios, más bien, «los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11). La plenitud del tiempo ha sido un don de gracia: Dios ha llenado nuestro tiempo con la abundancia de su misericordia, por puro amor ha inaugurado la plenitud del tiempo.
Sorprende sobre todo cómo se realiza la venida de Dios en la historia: «nacido de mujer». Ningún ingreso triunfal, ninguna manifestación grandiosa del Omnipotente: él no se muestra como un sol deslumbrante, sino que entra en el mundo en el modo más sencillo, como un niño dado a luz por su madre, con ese estilo que nos habla la Escritura: como la lluvia cae sobre la tierra (cf. Is 55,10), como la más pequeña de las semillas que brota y crece (cf. Mc 4,31-32). Así, contrariamente a lo que cabría esperar y quizás desearíamos, el Reino de Dios, ahora como entonces, «no viene con ostentación» (Lc 17,20), sino en la pequeñez, en la humildad.
El Evangelio de hoy retoma este hilo divino que atraviesa delicadamente la historia: desde la plenitud del tiempo pasamos al «tercer día» del ministerio de Jesús (cf. Jn 2,1) y al anuncio del «ahora» de la salvación (cf. v. 4). El tiempo se contrae, y la manifestación de Dios acontece siempre en la pequeñez. Así sucede en «el primero de los signos cumplidos por Jesús» (v. 11) en Caná de Galilea. No ha sido un gesto asombroso realizado ante la multitud, ni siquiera una intervención que resuelve una cuestión política apremiante, como el sometimiento del pueblo al dominio romano. Se produce más bien un milagro sencillo en un pequeño pueblo, que alegra las nupcias de una joven familia, totalmente anónima. Sin embargo, el agua transformada en vino en la fiesta de la boda es un gran signo, porque nos revela el rostro esponsalicio de Dios, de un Dios que se sienta a la mesa con nosotros, que sueña y establece comunión con nosotros. Nos dice que el Señor no mantiene las distancias, sino que es cercano y concreto, que está en medio de nosotros y cuida de nosotros, sin decidir por nosotros y sin ocuparse de cuestiones de poder. Prefiere instalarse en lo pequeño, al contrario del hombre, que tiende a querer algo cada vez más grande. Ser atraídos por el poder, por la grandeza y por la visibilidad es algo trágicamente humano, y es una gran tentación que busca infiltrarse por doquier; en cambio, donarse a los demás, cancelando distancias, viviendo en la pequeñez y colmando concretamente la cotidianidad, esto es exquisitamente divino.