Nuestras cosas muchas veces quedan a medias y, por eso, salir de sí es siempre gracia. Se nos concede «dejar las cosas» para que las bendiga y perfeccione el Señor. No tenemos que preocuparnos mucho de nosotros. Esto nos permite abrirnos a las penas y alegrías de nuestros hermanos. Era el cardenal Van Thuan el que decía que, en la cárcel, el Señor le había enseñado a distinguir entre «las cosas de Dios», a las que se había dedicado en su vida libre como sacerdote y obispo, y Dios mismo, al que se dedicaba estando encarcelado (cf. Cinco panes y dos peces, Ciudad Nueva 2000). Y así podremos continuar, con los santos, buscando como era el receptáculo de su misericordia. Pero ahora pasamos a la Virgen: ¡Estamos en su casa!
María como recipiente y fuente de Misericordia
Subiendo por la escalera de los santos, en esto de ir buscando los recipientes para la misericordia, llegamos a nuestra Señora. Ella es el recipiente simple y perfecto, con el cual recibir y repartir la misericordia. Su «sí» libre a la gracia es la imagen opuesta del pecado que llevó al hijo pródigo a la nada. Ella integra una misericordia a la vez muy suya, muy de nuestra alma y muy eclesial. Como dice en el Magníficat: se sabe mirada con bondad en su pequeñez y sabe ver cómo la misericordia de Dios alcanza a todas las generaciones. Ella sabe ver las obras que esa misericordia despliega y se siente «acogida», junto con todo Israel, por esa misericordia. Ella guarda la memoria y la promesa de la misericordia infinita de Dios para con su pueblo. El suyo es el Magníficat de un corazón íntegro, no agujereado, que mira la historia y a cada persona con su misericordia maternal.
En aquel rato a solas con María que me regaló el pueblo mexicano, mirando a nuestra Señora la Virgen de Guadalupe y dejándome mirar por ella, le pedí por ustedes, queridos sacerdotes, para que sean buenos curas. Y en el discurso a los obispos les decía que había reflexionado largamente sobre el misterio de la mirada de María, sobre su ternura y su dulzura que nos infunde valor para dejarnos misericordiar por Dios. Quisiera ahora recordarles algunos «modos» de mirar que tiene nuestra Señora, especialmente a sus sacerdotes, porque a través de nosotros quiere mirar a su gente.
Las Mejores Noticias Católicas - directo a su bandeja de entrada
Regístrese para recibir nuestro boletín gratuito de ACI Prensa.
Click aquí
María nos mira de modo tal que uno se siente acogido en su regazo. Ella nos enseña que «la única fuerza capaz de conquistar el corazón de los hombres es la ternura de Dios. Aquello que encanta y atrae, aquello que doblega y vence, aquello que abre y desencadena, no es la fuerza de los instrumentos o la dureza de la ley, sino la debilidad omnipotente del amor divino, que es la fuerza irresistible de su dulzura y la promesa irreversible de su misericordia» (Discurso a los obispos de México, 13 febrero 2016). Lo que sus pueblos buscan en los ojos de María es «un regazo en el cual los hombres, siempre huérfanos y desheredados, están en la búsqueda de un resguardo, de un hogar». Y eso tiene que ver con sus modos de mirar: el espacio que abren sus ojos es el de un regazo, no el de un tribunal o el de un consultorio «profesional». Si alguna vez notan que se les ha endurecido la mirada –por el trabajo, el cansancio, sucede a todos-, que cuando ven a la gente sienten fastidio o no sienten nada, vuelvan a mirarla a ella; mírenla con los ojos de los más pequeños de su gente, que mendiga un regazo, y ella les limpiará la mirada de toda «catarata» que no deja ver a Cristo en las almas, les curará toda miopía que vuelve borrosas las necesidades de la gente, que son las del Señor encarnado, y de toda presbicia que se pierde los detalles, «la letra chica» donde se juegan las realidades importantes de la vida de la Iglesia y de la familia. La mirada de María sana.
Otro «modo de mirar de María» tiene que ver con el tejido: María mira «tejiendo», viendo cómo puede combinar para bien todas las cosas que le trae su gente. Les decía a los obispos mexicanos que, «en el manto del alma mexicana, Dios ha tejido, con el hilo de las huellas mestizas de su gente, el rostro de su manifestación en la Morenita» (ibíd.) Un maestro espiritual enseña que lo que se dice de María de manera especial, se dice de la Iglesia de modo universal y de cada alma en particular (cf. Isaac de la Estrella, Sermón 51: PL 194, 1863). Al ver cómo tejió Dios el rostro y la figura de la Guadalupana en la tilma de Juan Diego podemos rezar contemplando cómo teje nuestra alma y la vida de la Iglesia. Dicen que no se puede ver cómo está «pintada» la imagen. Es como si estuviera estampada.
Me gusta pensar que el milagro no fue sólo «estampar o pintar la imagen con un pincel», sino que «se recreó el manto entero», se transfiguró de pies a cabeza, y cada hilo – esos que las mujeres aprenden a tejer desde pequeñas, y para las prendas más finas usan las fibras del corazón del maguey (la penca de la que se sacan los hilos) –, cada hilo que ocupó su lugar fue transfigurado, asumiendo los detalles que brillan en su sitio y, entretejido con los demás, de igual manera transfigurados, hacen aparecer el rostro de nuestra Señora y toda su persona y lo que la rodea. La misericordia hace eso mismo, no nos «pinta» desde fuera una cara de buenos, no nos hace el photoshop, sino que, con los hilos mismos de nuestras miserias –¡con ellos!- y pecados -¡con ellos!-, entretejidos con amor de Padre, nos teje de tal manera que nuestra alma se renueva recuperando su verdadera imagen, la de Jesús. Sean, por tanto, sacerdotes «capaces de imitar esta libertad de Dios eligiendo cuanto es humilde para hacer visible la majestad de su rostro y de copiar esta paciencia divina en tejer, con el hilo fino de la humanidad que encuentren, aquel hombre nuevo que su país espera. No se dejen llevar por la vana búsqueda de cambiar de pueblo –es nuestra tentación: "Pediré al Obispo que me transfiera"-, como si el amor de Dios no tuviese bastante fuerza para cambiarlo» (Discurso a los obispos de México, 13 febrero 2016).
El tercer modo – en que mira la Virgen-, es el de la atención: María mira con atención, se vuelca toda y se involucra entera con el que tiene delante, como una madre cuando es todo ojos para su hijito que le cuenta algo. «Como enseña la bella tradición guadalupana, la Morenita custodia las miradas de aquellos que la contemplan, refleja el rostro de aquellos que la encuentran. Es necesario aprender que hay algo de irrepetible en cada uno de aquellos que nos miran en la búsqueda de Dios –no todos nos miramos del mismo modo-. Toca a nosotros no volvernos impermeables a tales miradas". Un sacerdote que permanece impermeable a las miradas se ha encerrado en sí mismo.
"Custodiar en nosotros a cada uno de ellos, conservarlos en el corazón, resguardarlos. Sólo una Iglesia capaz de resguardar el rostro de los hombres que van a tocar a su puerta es capaz de hablarles de Dios". Si no eres capaz de cuidar el rostro de los hombres que tocan a la puerta, no serás capaz de hablarles de Dios. "Si no desciframos sus sufrimientos, si no nos damos cuenta de sus necesidades, nada podremos ofrecerles. La riqueza que tenemos fluye solamente cuando encontramos la poquedad de aquellos que mendigan, y dicho encuentro se realiza precisamente en nuestro corazón de pastores» (ibíd.). A sus obispos les decía que estén atentos a ustedes, sus sacerdotes, «que no los dejen expuestos a la soledad y al abandono, presa de la mundanidad que devora el corazón» (ibíd.). El mundo nos observa con atención pero para «devorarnos», para volvernos consumidores… Todos necesitamos ser mirados con atención, con interés gratuito, digamos.
«Ustedes estén atentos – les decía a los obispos – y aprendan a leer las miradas de sus sacerdotes, para alegrarse con ellos cuando sientan el gozo de contar cuanto "han hecho y enseñado" (Mc 6,30), y también para no echarse atrás cuando se sienten un poco rebajados y no puedan hacer otra cosa que llorar porque "han negado al Señor" (cf. Lc 22,61-62), y también para sostener [...], en comunión con Cristo, cuando alguno, abatido, saldrá con Judas "en la noche" (cf. Jn 13,30). En estas situaciones, que nunca falte la paternidad de ustedes, obispos, para con sus sacerdotes. Animen la comunión entre ellos; hagan perfeccionar sus dones; intégrenlos en las grandes causas, porque el corazón del apóstol no fue hecho para cosas pequeñas» (ibíd.)