En nuestra oración serena, que va de la vergüenza a la dignidad, de la dignidad a la vergüenza, pedimos la gracia de sentir esa misericordia como constitutiva de nuestra vida entera; la gracia de sentir cómo ese latido del corazón del Padre se aúna con el latir del nuestro. No basta sentirla como un gesto que Dios tiene de vez en cuando, perdonándonos algún pecado gordo, y luego nos las arreglamos solos, autónomamente.
San Ignacio propone una imagen caballeresca propia de su época, pero, como la lealtad entre amigos es un valor perenne, puede ayudarnos. Dice que, para sentir «confusión y vergüenza» por nuestros pecados (y no perdernos de sentir la misericordia), podemos usar un ejemplo: imaginemos que «un caballero se hallase delante de su rey y de toda su corte, avergonzado y confundido en haberle mucho ofendido, siendo que de él primero recibió muchos dones y muchas mercedes» (Ejercicios Espirituales, 74). No obstante, siguiendo la dinámica del hijo pródigo en la fiesta, imaginemos a este caballero como alguien que, en vez de ser avergonzado delante de todos, el rey lo toma inesperadamente de la mano y le devuelve su dignidad. Y vemos que no sólo lo invita a seguirlo en su lucha, sino que lo pone al frente de sus compañeros. ¡Con qué humildad y lealtad lo servirá este caballero de ahora en adelante!
Ya sea sintiéndonos como el hijo pródigo festejado o como el caballero desleal convertido en superior, lo importante es que cada uno se sitúe en esa tensión fecunda en la que la misericordia del Señor nos pone: no solamente de pecadores perdonados, sino de pecadores dignificados.
Simón Pedro nos ofrece la imagen ministerial de esta sana tensión. El Señor lo educa y lo forma progresivamente y lo ejercita en mantenerse así: Simón y Pedro. El hombre común, con sus contradicciones y debilidades, y el que es piedra, el que tiene las llaves, el que conduce a los demás. Cuando Andrés lo lleva a Cristo, así como está, vestido de pescador, el Señor le pone el nombre de Piedra. Apenas acaba de alabarle por la confesión de fe que viene del Padre, cuando ya le recrimina duramente por la tentación de escuchar la voz del mal espíritu al decirle que se aparte de la cruz. Lo invitará a caminar sobre las aguas y lo dejará hundirse en su propio miedo, para tenderle enseguida una mano; apenas se confiese pecador lo misionará a ser pescador de hombres; lo interrogará prolijamente sobre su amor, haciéndole sentir dolor y vergüenza por su deslealtad y cobardía, y también por tres veces le confiará el pastoreo de sus ovejas.
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Ahí tenemos que situarnos, en ese hueco en el que conviven nuestra miseria más vergonzante y nuestra dignidad más alta. Sucios, impuros, mezquinos, vanidosos, egoístas y, a la vez, con los pies lavados, llamados y elegidos, repartiendo sus panes multiplicados, bendecidos por nuestra gente, queridos y cuidados. Sólo la misericordia hace soportable ese lugar. Sin ella, o nos creemos justos como los fariseos o nos alejamos como los que no se sienten dignos. En ambos casos, se nos endurece el corazón.
Profundizamos un poco más. Nos preguntamos: Y, ¿por qué es tan fecunda esta tensión? Diría que es fecunda porque mantenerla nace de una decisión libre. Y el Señor actúa principalmente sobre nuestra libertad, aunque nos ayude en todo. La misericordia es cuestión de libertad. El sentimiento brota espontáneo y cuando decimos que es visceral parecería que es sinónimo de «animal». Pero los animales desconocen la misericordia «moral», aunque algunos puedan experimentar algo de esa compasión, como un perro fiel que permanece al lado de su dueño enfermo. La misericordia es una conmoción que toca las entrañas, pero puede brotar también de una percepción intelectual aguda -directa como un rayo, pero no por simple menos compleja-: uno intuye muchas cosas cuando siente misericordia. Uno comprende, por ejemplo, que el otro está en una situación desesperada, límite; le pasa algo que excede sus pecados o sus culpas; también uno comprende que el otro es un par, que él mismo podría estar en su lugar; y que el mal es tan grande y devastador que no se arregla sólo con justicia… En el fondo, uno se convence de que hace falta una misericordia infinita, como la del corazón de Cristo, para remediar tanto mal y tanto sufrimiento como vemos que hay en la vida de los seres humanos… Menos que eso, no alcanza. ¡Tantas cosas comprende nuestra mente con sólo ver a alguien tirado en la calle, descalzo, en una mañana fría, o al Señor clavado en la cruz por mí!
Además, la misericordia se acepta y se cultiva, o se rechaza libremente. Si uno se deja llevar, un gesto trae el otro. Si uno pasa de largo, el corazón se enfría. La misericordia nos hace experimentar nuestra libertad y es allí donde podemos experimentar la libertad de Dios, que es misericordioso con quien es misericordioso (cf. Dt 5,10), como le dijo a Moisés. En su misericordia el Señor expresa su libertad. Y nosotros, la nuestra.
Podemos vivir mucho tiempo «sin» la misericordia del Señor. Es decir: podemos vivir sin hacerla consciente y sin pedirla explícitamente. Hasta que uno cae en la cuenta de que «todo es misericordia» y llora con amargura no haberla aprovechado antes, siendo así que la necesitaba tanto.
La miseria de la que hablamos es la miseria moral, intransferible, esa donde uno toma conciencia de sí mismo como persona que, en un punto decisivo de su vida, actuó por su propia iniciativa: eligió algo y eligió mal. Este es el fondo que hay que tocar para sentir dolor de los pecados y para arrepentirse verdaderamente. Porque, en otros ámbitos, uno no se siente tan libre ni siente que el pecado afecte toda su vida y, por tanto, no experimenta su miseria, con lo cual se pierde la misericordia, que sólo actúa con esa condición. Uno no va a la farmacia y dice: «Por misericordia, le pido una aspirina». Por misericordia pide que le den morfina para una persona sumida en los dolores atroces de una enfermedad terminal.
El corazón que Dios une a esa miseria moral nuestra es el corazón de Cristo, su Hijo amado, que late como un solo corazón con el del Padre y el del Espíritu. Es un corazón que elige el camino más cercano y que lo compromete. Esto es propio de la misericordia, que se ensucia las manos, toca, se mete, quiere involucrarse con el otro, va a lo personal con lo más personal, no «se ocupa de un caso» sino que se compromete con una persona, con su herida. La misericordia excede la justicia y lo hace saber y lo hace sentir; queda implicado uno con el otro. Al dignificar, la misericordia eleva a aquel hacia el que uno se abaja y vuelve pares a los dos, al misericordioso y al misericordiado.