Si hay una palabra que tenemos que repetir hasta cansarnos es esta: diálogo. Estamos invitados a promover una cultura del diálogo, tratando por todos los medios de crear instancias para que esto sea posible y nos permita reconstruir el tejido social. La cultura del diálogo implica un auténtico aprendizaje, una ascesis que nos permita reconocer al otro como un interlocutor válido; que nos permita mirar al extranjero, al emigrante, al que pertenece a otra cultura como sujeto digno de ser escuchado, considerado y apreciado. Para nosotros, hoy es urgente involucrar a todos los actores sociales en la promoción de «una cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro, la búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una sociedad justa, memoriosa y sin exclusiones» (Evangelii gaudium, 239). La paz será duradera en la medida en que armemos a nuestros hijos con las armas del diálogo, les enseñemos la buena batalla del encuentro y la negociación. De esta manera podremos dejarles en herencia una cultura que sepa delinear estrategias no de muerte, sino de vida, no de exclusión, sino de integración.
Esta cultura de diálogo, que debería ser incluida en todos los programas escolares como un eje transversal de las disciplinas, ayudará a inculcar a las nuevas generaciones un modo diferente de resolver los conflictos al que les estamos acostumbrando. Hoy urge crear «coaliciones», no sólo militares o económicas, sino culturales, educativas, filosóficas, religiosas. Coaliciones que pongan de relieve cómo, detrás de muchos conflictos, está en juego con frecuencia el poder de grupos económicos. Coaliciones capaces de defender las personas de ser utilizadas para fines impropios. Armemos a nuestra gente con la cultura del diálogo y del encuentro.
Capacidad de generar
El diálogo, y todo lo que este implica, nos recuerda que nadie puede limitarse a ser un espectador ni un mero observador. Todos, desde el más pequeño al más grande, tienen un papel activo en la construcción de una sociedad integrada y reconciliada. Esta cultura es posible si todos participamos en su elaboración y construcción. La situación actual no permite meros observadores de las luchas ajenas. Al contrario, es un firme llamamiento a la responsabilidad personal y social.
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En este sentido, nuestros jóvenes desempeñan un papel preponderante. Ellos no son el futuro de nuestros pueblos, son el presente; son los que ya hoy con sus sueños, con sus vidas, están forjando el espíritu europeo. No podemos pensar en el mañana sin ofrecerles una participación real como autores de cambio y de transformación. No podemos imaginar Europa sin hacerlos partícipes y protagonistas de este sueño.
He reflexionado últimamente sobre este aspecto, y me he preguntado: ¿Cómo podemos hacer partícipes a nuestros jóvenes de esta construcción cuando les privamos del trabajo; de empleo digno que les permita desarrollarse a través de sus manos, su inteligencia y sus energías? ¿Cómo pretendemos reconocerles el valor de protagonistas, cuando los índices de desempleo y subempleo de millones de jóvenes europeos van en aumento? ¿Cómo evitar la pérdida de nuestros jóvenes, que terminan por irse a otra parte en busca de ideales y sentido de pertenencia porque aquí, en su tierra, no sabemos ofrecerles oportunidades y valores?
«La distribución justa de los frutos de la tierra y el trabajo humano no es mera filantropía. Es un deber moral».7 Si queremos entender nuestra sociedad de un modo diferente, necesitamos crear puestos de trabajo digno y bien remunerado, especialmente para nuestros jóvenes.
Esto requiere la búsqueda de nuevos modelos económicos más inclusivos y equitativos, orientados no para unos pocos, sino para el beneficio de la gente y de la sociedad. Pienso, por ejemplo, en la economía social de mercado, alentada también por mis predecesores (cf. Juan Pablo II, Discurso al Embajador de la R. F. de Alemania, 8 noviembre 1990). Pasar de una economía que apunta al rédito y al beneficio, basados en la especulación y el préstamo con interés, a una economía social que invierta en las personas creando puestos de trabajo y cualificación.
Tenemos que pasar de una economía líquida, que tiende a favorecer la corrupción como medio para obtener beneficios, a una economía social que garantice el acceso a la tierra y al techo por medio del trabajo como ámbito donde las personas y las comunidades puedan poner en juego «muchas dimensiones de la vida: la creatividad, la proyección del futuro, el desarrollo de capacidades, el ejercicio de los valores, la comunicación con los demás, una actitud de adoración. Por eso, en la actual realidad social mundial, más allá de los intereses limitados de las empresas y de una cuestionable racionalidad económica, es necesario que "se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo […] para todos"» (Laudato si',127).
Si queremos mirar hacia un futuro que sea digno, si queremos un futuro de paz para nuestras sociedades, solamente podremos lograrlo apostando por la inclusión real: «esa que da el trabajo digno, libre, creativo, participativo y solidario». Este cambio (de una economía líquida a una economía social) no sólo dará nuevas perspectivas y oportunidades concretas de integración e inclusión, sino que nos abrirá nuevamente la capacidad de soñar aquel humanismo, del que Europa ha sido la cuna y la fuente.