Hoy, 14 de abril, la Iglesia celebra el Tercer Domingo de Pascua. Han pasado ya dos semanas desde el Domingo de Resurrección -el mayor de todos los domingos- y seguimos adentrándonos, paso a paso, en el tiempo litúrgico más importante del año: el Tiempo Pascual.
La Pascua es la gran celebración de la resurrección del Señor de entre los muertos. Esta celebración, que se prolonga durante cincuenta días, sigue siendo para la Iglesia como “un solo día”. Esta es la dinámica espiritual que acabamos de vivir durante la octava de Pascua, y que ahora ha de prolongarse hasta la Ascensión del Señor y el domingo de Pentecostés.
El Tiempo Pascual es un periodo especial en el que los cristianos estamos invitados a vivir la alegría, glorificada por la victoria definitiva de Cristo sobre el pecado y la muerte. Este gozo habrá de expresarse frecuentemente a través de la aclamación ¡Aleluya!, muy presente en la liturgia y que debe resonar también en lo cotidiano.
III Domingo de Pascua
La lectura del Evangelio está tomada del relato de San Lucas (Lc 24, 35-48), quien nos narra lo sucedido inmediatamente después del regreso, desde Emaús, de los dos discípulos que se encontraron con Jesús en el camino, quienes inicialmente no pudieron reconocerlo sino hasta el momento de “partir el pan” (ver: Lc 24, 35).
Estando ambos discípulos en compañía de los apóstoles en el ‘Cenáculo’, Jesús se apareció, de pronto, en medio de ellos y los saludó con la paz. Todos los presentes se llenaron de miedo. Entonces Jesús dice: “No teman, soy yo”, llamando a sus discípulos a confiar y a creer: “Miren mis manos y mis pies. Soy yo en persona”. Solo así, el estupor empezó a convertirse en alegría. “¿Tienen aquí algo de comer?”, preguntó Jesús, como ratificando que estaba allí, con ellos, en cuerpo y espíritu. El cruel momento de la crucificción ha quedado atrás y los amigos se han reencontrado. Jesús volverá sobre las Escrituras para recordar cómo el Mesías tenía que sufrir, incluso la muerte, y luego volver a la vida para que se cumplan todas las profecías. En ese momento, por fin, los discípulos comprendieron aquello de lo que hablaba la Escritura. Entonces, Jesús les pide que anuncien esto “en su nombre” a todas las naciones, llamando a la conversión para “el perdón de los pecados”.