VATICANO,
Con una solemne Misa en la Basílica de San Pedro, el Papa Francisco clausuró el Año de la Vida Consagrada.
A continuación la homilia completa gracias a Radio Vaticano:
Hoy ante nuestra mirada se presenta un hecho simple, humilde y grande: Jesús es llevado por María y José al templo de Jerusalén. Es un niño como tantos, como todos, pero es único: es el Unigénito venido para todos. Este Niño nos ha traído la misericordia y la ternura de Dios: Jesús es el rostro de la Misericordia del Padre. Es éste el ícono que el Evangelio nos ofrece al final del Año de la Vida Consagrada, un año vivido con mucho entusiasmo. Él, como un rÍo, confluye ahora en el mar de la misericordia, en este inmenso misterio de amor que estamos experimentando con el Jubileo extraordinario.
La fiesta de hoy, sobre todo en Oriente, es llamada fiesta del encuentro. En efecto, en el Evangelio que ha sido proclamado, vemos diversos encuentros (cfr Lc 2,22-40). En el templo Jesús viene a nuestro encuentro y nosotros vamos a su encuentro. Contemplamos el encuentro con el viejo Simeón, que representa la espera fiel de Israel y el regocijo del corazón por el cumplimiento de las antiguas promesas. Admiramos también el encuentro con la anciana profetisa Ana, que, al ver al Niño, exulta de alegría y alaba a Dios. Simeón y Ana son la espera y la profecía, Jesús es la novedad y el cumplimiento: Él se nos presenta como la perenne sorpresa de Dios; en este Niño nacido para todos se encuentran el pasado, hecho de memoria y de promesa, y el futuro, lleno de esperanza.
En esto podemos ver el inicio de la vida consagrada. Los consagrados y las consagradas están llamados ante todo a ser hombres y mujeres del encuentro. La vocación, de hecho, no toma las mociones de un proyecto nuestro pensado "con cálculo", sino de una gracia del Señor que nos alcanza, a través de un encuentro que cambia la vida. Quien verdaderamente encuentra a Jesús no puede permanecer igual que antes. Él es la novedad que hace nuevas todas las cosas. Quien vive este encuentro se convierte en testimonio y hace posible el encuentro para los otros; y también se hace promotor de la cultura del encuentro, evitando la autoreferencialidad que nos hace encerrarnos en nosotros mismos.
El pasaje de la Carta a los Hebreos, que hemos escuchado, nos recuerda que el mismo Jesús, para salir a nuestro encuentro, no dudó en compartir nuestra condición humana: «Ya que los hijos tienen una misma sangre y una misma carne, él también debía participar de esa condición» (v. 14). Jesús no nos ha salvado "desde el exterior", no se ha quedado fuera de nuestro drama, sino que ha querido compartir nuestra vida. Los consagrados y las consagradas están llamados a ser signo concreto y profético de esta cercanía de Dios, de éste compartir la condición de fragilidad, de pecado y de heridas del hombre de nuestro tiempo. Todas las formas de vida consagrada, cada una según sus características, están llamadas a estar en permanente estado de misión, compartiendo «las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de hoy, sobre todo de los pobres y de todos aquellos que sufren» (Gaudium et spes, 1).