La enfermedad, sobre todo cuando es grave, pone siempre en crisis la existencia humana y nos plantea grandes interrogantes. La primera reacción puede ser de rebeldía: ¿Por qué me ha sucedido precisamente a mí? Podemos sentirnos desesperados, pensar que todo está perdido y que ya nada tiene sentido…
En esta situación, por una parte la fe en Dios se pone a prueba, pero al mismo tiempo revela toda su fuerza positiva. No porque la fe haga desaparecer la enfermedad, el dolor o los interrogantes que plantea, sino porque nos ofrece una clave con la que podemos descubrir el sentido más profundo de lo que estamos viviendo; una clave que nos ayuda a ver cómo la enfermedad puede ser la vía que nos lleva a una cercanía más estrecha con Jesús, que camina a nuestro lado cargado con la cruz. Y esta clave nos la proporciona María, su Madre, experta en esta vía.
En las bodas de Caná, María aparece como la mujer atenta que se da cuenta de un problema muy importante para los esposos: se ha acabado el vino, símbolo del gozo de la fiesta. María descubre la dificultad, en cierto sentido la hace suya y, con discreción, actúa rápidamente. No se limita a mirar, y menos aún se detiene a hacer juicios, sino que se dirige a Jesús y le presenta el problema tal como es: «No tienen vino» (Jn 2,3). Y cuando Jesús le hace presente que aún no ha llegado el momento para que Él se revele (cf. v. 4), dice a los sirvientes: «Haced lo que Él os diga» (v. 5). Entonces Jesús realiza el milagro, transformando una gran cantidad de agua en vino, en un vino que aparece de inmediato como el mejor de toda la fiesta. ¿Qué enseñanza podemos obtener del misterio de las bodas de Caná para la Jornada Mundial del Enfermo?
El banquete de bodas de Caná es una imagen de la Iglesia: en el centro está Jesús misericordioso que realiza la señal; a su alrededor están los discípulos, las primicias de la nueva comunidad; y cerca de Jesús y de sus discípulos está María, Madre previsora y orante. María participa en el gozo de la gente común y contribuye a aumentarlo; intercede ante su Hijo por el bien de los esposos y de todos los invitados. Y Jesús no rechazó la petición de su Madre. Cuánta esperanza nos da este acontecimiento. Tenemos una Madre con ojos vigilantes y compasivos, como los de su Hijo; con un corazón maternal lleno de misericordia, como Él; con unas manos que quieren ayudar, como las manos de Jesús, que partían el pan para los hambrientos, que tocaban a los enfermos y los sanaba. Esto nos llena de confianza y nos abre a la gracia y a la misericordia de Cristo. La intercesión de María nos permite experimentar la consolación por la que el apóstol Pablo bendice a Dios: «¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación nuestra hasta el punto de poder consolar nosotros a los demás en cualquier lucha, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios! Porque lo mismo que abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, abunda también nuestro consuelo gracias a Cristo» (2 Co 1,3-5). María es la Madre «consolada» que consuela a sus hijos.
En Caná se perfilan los rasgos característicos de Jesús y de su misión: Él es Aquel que socorre al que está en dificultad y pasa necesidad. En efecto, en su ministerio mesiánico curará a muchos de sus enfermedades, dolencias y malos espíritus, dará la vista a los ciegos, hará caminar a los cojos, devolverá la salud y la dignidad a los leprosos, resucitará a los muertos y a los pobres anunciará la buena nueva (cf. Lc 7,21-22). La petición de María, durante el banquete nupcial, puesta por el Espíritu Santo en su corazón de madre, manifestó no sólo el poder mesiánico de Jesús sino también su misericordia.
En la solicitud de María se refleja la ternura de Dios. Y esa misma ternura se hace presente también en la vida de muchas personas que se encuentran junto a los enfermos y saben comprender sus necesidades, aún las más ocultas, porque miran con ojos llenos de amor. Cuántas veces una madre a la cabecera de su hijo enfermo, o un hijo que se ocupa de su padre anciano, o un nieto que está cerca del abuelo o de la abuela, confían su súplica en las manos de la Virgen. Para nuestros seres queridos que sufren por la enfermedad pedimos en primer lugar la salud; Jesús mismo manifestó la presencia del Reino de Dios precisamente a través de las curaciones: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan» (Mt 11,4-5). Pero el amor animado por la fe hace que pidamos para ellos algo más grande que la salud física: pedimos la paz, la serenidad de la vida que parte del corazón y que es don de Dios, fruto del Espíritu Santo que el Padre no niega nunca a los que se lo piden con confianza.