Por último, también hoy escuchamos la voz del salmista que dice: «Junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar con nostalgia de Sion» (Sal 136 [137]). Es el llanto de quienes regresarían de buena gana a sus propios países si encontraran adecuadas condiciones de seguridad y de subsistencia. También en este caso, pienso en los cristianos del Medio Oriente, deseosos de contribuir, como ciudadanos a pleno título, al bienestar espiritual y material de sus respectivas naciones.
Gran parte de las causas que provocan la emigración se podían haber ya afrontado desde hace tiempo. Así, se podría haber evitado o, al menos, mitigado sus consecuencias más crueles. Todavía ahora, y antes de que sea demasiado tarde, se puede hacer mucho para detener las tragedias y construir la paz. Para ello, habría que poner en discusión costumbres y prácticas consolidadas, empezando por los problemas relacionados con el comercio de armas, el abastecimiento de materias primas y de energía, la inversión, la política financiera y de ayuda al desarrollo, hasta la grave plaga de la corrupción. Somos conscientes de que, con relación al tema de la emigración, se necesitan establecer planes a medio y largo plazo que no se queden en la simple respuesta a una emergencia. Deben servir, por una parte, para ayudar realmente a la integración de los emigrantes en los países de acogida y, al mismo tiempo, favorecer el desarrollo de los países de proveniencia, con políticas solidarias, que no sometan las ayudas a estrategias y prácticas ideológicas ajenas o contrarias a las culturas de los pueblos a las que van dirigidas.
Sin olvidar otras situaciones dramáticas, y pienso particularmente en la frontera entre México y los Estados Unidos de América, a la que me acercaré el próximo mes cuando visite Ciudad Juárez, quisiera dedicar una especial reflexión a Europa. En efecto, durante el último año se ha visto afectada por un flujo masivo de prófugos –mucho de los cuales han encontrado la muerte en el tentativo de alcanzarla–, que no tiene precedentes en la historia reciente, ni siquiera al final de la Segunda Guerra Mundial. Muchos emigrantes procedentes de Asía y África, ven a Europa como un referente por sus principios, como la igualdad ante la ley, y por los valores inscritos en la naturaleza misma de todo hombre, como la inviolabilidad de la dignidad y la igualdad de toda persona, el amor al prójimo sin distinción de origen y pertenencia, la libertad de conciencia y la solidaridad con sus semejantes.
Sin embargo, los desembarcos masivos en las costas del Viejo Continente parece que ponen en dificultad al sistema de acogida construido laboriosamente sobre las cenizas del segunda conflicto mundial, que sigue siendo un faro de humanidad al cual referirse. Ante la magnitud de los flujos y sus inevitables problemas asociados han surgido muchos interrogantes acerca de las posibilidades reales de acogida y adaptación de las personas, sobre el cambio en la estructura cultural y social de los países de acogida, así como sobre un nuevo diseño de algunos equilibrios geopolíticos regionales. Son igualmente relevantes los temores sobre la seguridad, exasperados sobremanera por la amenaza desbordante del terrorismo internacional. La actual ola migratoria parece minar la base del «espíritu humanista» que desde siempre Europa ha amado y defendido. Sin embargo, no podemos consentir que pierdan los valores y los principios de humanidad, de respeto por la dignidad de toda persona, de subsidiariedad y solidaridad recíproca, a pesar de que puedan ser, en ciertos momentos de la historia, una carga difícil de soportar. Deseo, por tanto, reiterar mi convicción de que Europa, inspirándose en su gran patrimonio cultural y religioso, tiene los instrumentos necesarios para defender la centralidad de la persona humana y encontrar un justo equilibrio entre el deber moral de tutelar los derechos de sus ciudadanos, por una parte, y, por otra, el de garantizar la asistencia y la acogida de los emigrantes.
Las Mejores Noticias Católicas - directo a su bandeja de entrada
Regístrese para recibir nuestro boletín gratuito de ACI Prensa.
Click aquí
Al mismo tiempo, siento la necesidad de expresar mi gratitud por todas las iniciativas que se han adoptado para facilitar una acogida digna de las personas, como son, entre otras, las realizadas por el Fondo Migrantes y Refugiados del Banco de Desarrollo del Consejo de Europa, así como por el compromiso de aquellos países que han mostrado una generosa disponibilidad a la ayuda. Me refiero sobre todo a las Naciones vecinas a Siria, que han respondido inmediatamente con la asistenta y la acogida, especialmente el Líbano, donde los refugiados constituyen una cuarta parte de la población total, y Jordania, que no ha cerrado sus fronteras a pesar de que alberga a cientos de miles de refugiados. Del mismo modo, no hay que olvidar los esfuerzos de otros países que se encuentran en la primera línea, especialmente Turquía y Grecia. Deseo expresar un agradecimiento especial a Italia, cuyo firme compromiso ha salvado muchas vidas en el Mediterráneo y que, incluso en su territorio, se ocupa de un ingente número de refugiados. Espero que el tradicional sentido de hospitalidad y solidaridad que caracteriza al pueblo italiano no se debilite ante las inevitables dificultades del momento, sino que, a la luz de su tradición milenaria, sea capaz de acoger e integrar la aportación social, económica y cultural que los emigrantes pueden ofrecer.
Es importante que no se deje solas a las naciones que se encuentran en primera línea haciendo frente a la emergencia actual, y es igualmente indispensable que se inicie un diálogo franco y respetuoso entre todos los países implicados en el problema –de origen, tránsito o recepción– para que, con mayor audacia creativa, se busquen soluciones nuevas y sostenibles. En la coyuntura actual, en efecto, los Estados no pueden pretender buscar por su cuenta dichas soluciones, ya que las consecuencias de las opciones de cada uno repercuten inevitablemente sobre toda la Comunidad internacional. Se sabe que las migraciones constituirán un elemento determinante del futuro del mundo, mucho más de lo que ha sido hasta ahora, y de que las respuestas sólo vendrán como fruto de un trabajo común, que respete la dignidad humana y los derechos de las personas. La Agenda para el Desarrollo, que las Naciones Unidas ha adoptado en septiembre pasado para los próximos 15 años, aborda muchos de los problemas que llevan a la emigración, al igual que otros documentos de la Comunidad internacional sobre la gestión de la problemática migratoria, sólo responderán a las expectativas si saben colocar a la persona en el centro de las decisiones políticas, a todos los niveles, y ven a la humanidad como una sola familia y a los hombres como hermanos, respetando las reciprocas diferencias y las convicciones de conciencia.
Para afrontar el tema de la emigración es importante, de hecho, que se preste atención a sus implicaciones culturales, empezando por las que están relacionadas con la propia confesión religiosa. El extremismo y el fundamentalismo se ven favorecidos, no sólo por una instrumentalización de la religión en función del poder, sino también por la falta de ideales y la pérdida de la identidad, incluso religiosa, que caracteriza dramáticamente al así llamado Occidente. De este vacío nace el miedo que empuja a ver al otro como un peligro y un enemigo, a encerrarse en sí mismo, enrocándose en sus planteamientos preconcebidos. El fenómeno migratorio, por tanto, plantea un importante desafío cultural, que no se puede dejar sin responder. La acogida puede ser una ocasión propicia para una nueva comprensión y apertura de mente, tanto para el que es acogido, y tiene el deber de respetar los valores, las tradiciones y las leyes de la comunidad que lo acoge, como para esta última, que está llamada a apreciar lo que cada emigrante puede aportar en beneficio de toda la comunidad. En este contexto, la Santa Sede renueva su compromiso en el campo ecuménico e interreligioso para establecer un diálogo sincero y leal que, valorando las peculiaridades y la identidad de cada uno, favorezca una convivencia armónica de todos los miembros de la sociedad.
Distinguidos miembros del Cuerpo Diplomático.
En el año 2015 se han concluido importantes acuerdos internacionales, que son un buen augurio para el futuro. Me refiero, en primer lugar, al llamado Acuerdo sobre el programa nuclear iraní, que espero contribuirá a fomentar un clima de distensión en la Región, así como a la consecución del tan esperado acuerdo sobre el clima en la Conferencia de París. Se trata de un importante acuerdo, que representa un logro significativo para toda la Comunidad internacional y que pone de manifiesto una fuerte conciencia colectiva acerca de la grave responsabilidad que todos, individuos y naciones, tenemos en la protección de la creación, y en la promoción de una «cultura del cuidado que impregne toda la sociedad». Ahora es vital que los compromisos asumidos no sólo representen un buen propósito, sino que todos los Estados sientan la obligación real de poner en marcha las acciones necesarias para salvaguardar nuestra amada Tierra, para bien de toda la humanidad, especialmente de las generaciones futuras.
Por su parte, el año que acaba de comenzar se presenta lleno de desafíos y ya han aparecido en el horizonte muchas tensiones. Me refiero sobre todo a los graves contrastes que han surgido en la región del Golfo Pérsico, así como al preocupante ensayo militar realizado en la península coreana. Espero que los antagonismos abran paso a la voz de la paz y de la buena voluntad en la búsqueda de acuerdos. En esa perspectiva, veo con agrado que no faltan gestos significativos y especialmente ilusionantes. Me refiero en particular al clima pacífico de convivencia en el que se han realizado las recientes elecciones en la República Centroafricana y que representa un signo positivo de la voluntad de proseguir el camino emprendido hacia una plena reconciliación nacional. Pienso, además, en las nuevas iniciativas que se han puesto en marcha en Chipre, para resolver una división que dura ya mucho tiempo, y a los esfuerzos del pueblo colombiano para superar los conflictos del pasado y lograr la tan ansiada paz. Todos miramos con esperanza los pasos importantes que la Comunidad internacional ha emprendido para encontrar una solución política y diplomática a la crisis en Siria, que ponga fin a un sufrimiento de la población que dura ya demasiado tiempo. Del mismo modo, llegan señales positivas de Libia, que permiten confiar en un renovado compromiso para erradicar la violencia y restaurar la unidad del país. Por otro lado, cada vez es más claro que sólo la acción política conjunta y acordada ayudará a contener la propagación del extremismo y del fundamentalismo, con sus implicaciones de carácter terrorista, que producen tantas víctimas en Siria y Libia, así como en otros países, como Irak y Yemen.