Cada 31 de diciembre la Iglesia recuerda a San Silvestre (270-335), trigésimo tercer Papa de la Iglesia Católica. Su pontificado duró alrededor de 21 años, desde el año 314 hasta su muerte, acontecida en 335.
Silvestre nació en Roma y gobernó la Iglesia tras la institución del Edicto de Milán (313), por el que el imperio romano detuvo oficialmente la persecución religiosa contra los cristianos. Esta fue, sin duda, una etapa en la que surgieron nuevos retos para los fieles, ya que la Iglesia dejaba atrás los años de la clandestinidad y empezaba a jugar un papel cada vez más importante en la vida pública.
San Silvestre, en ese contexto, tuvo que afrontar problemas de naturaleza completamente diferente, como la aparición y difusión de ciertas herejías, el enfriamiento del compromiso religioso de muchos, y las intromisiones en los asuntos eclesiales por parte de Constantino o del poder imperial.
Confusión y división
En el nuevo contexto eclesial, Dios quiso que San Silvestre, elegido Papa el 31 de enero de 314, asumiera el liderazgo de la Iglesia. Una vez acabada la persecución, quedó en evidencia que el arrianismo, herejía aparecida en el siglo III, era el principal agente de división entre los cristianos. Ni siquiera los obispos estuvieron libres de su influencia, pues muchos abrazaron las tesis del obispo Arrio: negación de la divinidad de Jesucristo y su consustancialidad con Dios Padre.
Debido a esta situación, muchos pastores fieles a la doctrina acudieron al emperador para solicitar su intervención y que, valiéndose de su poder, zanje la disputa en torno a la persona de Cristo y llame a la unidad de los cristianos.