En el obispo rodeado de sus presbíteros está presente en medio a ustedes el mismo Señor nuestro Jesucristo, sumo sacerdote por la eternidad. Es precisamente Cristo que en el ministerio del obispo continúa predicando el Evangelio de salvación y santificando a los creyentes mediante los sacramentos de la fe; es Cristo que en la paternidad del obispo enriquece con nuevos miembros a su cuerpo que es la Iglesia; es Cristo que en la sabiduría y prudencia del obispo guía al pueblo de Dios en el peregrinaje terrenal hasta la felicidad eterna.
Reciban, pues, con alegría y acción de gracias a nuestro hermano. Que nosotros, los Obispos aquí presentes, por la imposición de las manos, lo agregamos al colegio episcopal. Deben honrarlo como ministro de Cristo y dispensador de los misterios de Dios: a él se le ha confiado dar testimonio del Evangelio y el ministerio del Espíritu para la santificación. Recuerden las palabras de Jesús a los apóstoles: «Quien los escucha a ustedes, a mí me escucha; quien los rechaza a ustedes, a mí me rechaza y, quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado.»
En cuanto a ti, querido hermano, elegido por el Señor, recuerda que has sido escogido entre los seres hombres para servirles en las cosas de Dios. De hecho, el episcopado es el nombre de un servicio, no un honor; ya que al Obispo compete más el servir que el dominar, según el mandato del Maestro: el que es mayor entre ustedes, debe hacerse el más pequeño, y el que gobierna, como aquel que sirve.
Proclama la palabra de Dios a tiempo y a veces a destiempo; llama la atención, pero siempre con dulzura; exhorta con toda paciencia, y deseo de edificar. Tus palabras sean simples, que todos entiendan, que no sean largas homilías. Me permito decirte: recuerda a tu papá, la alegría cuando había encontrado cerca a tu pueblo otra parroquia donde se celebraba la Misa ¡sin homilía! Las homilías, que sean la transmisión de la gracia de Dios: simples, que todos entiendan y todos tengan el deseo de convertirse en mejores personas.
Cuida y orienta la Iglesia que se te confía – y aquí en Roma, en modo especial quisiera confiarte los presbíteros, los seminaristas: ¡tú tienes este carisma! – sé fiel dispensador de los misterios de Cristo. Elegido por el Padre para gobernar su familia, ten siempre ante tus ojos al Buen Pastor, que conoce a sus ovejas y es conocido por ellas, y quien no dudó en dar su vida por el rebaño.
Con tu corazón, ama con amor de padre y de hermano a cuantos Dios pone bajo tu cuidado: como te he dicho, especialmente a los presbíteros y diáconos, los seminaristas, pero también a los pobres, a los débiles, a los que no tienen hogar y a los inmigrantes. Exhorta a los fieles a trabajar contigo en la obra apostólica y procura siempre atenderlos y escucharlos con paciencia: muchas veces se necesita tanta paciencia. ¡Pero el Reino de Dios se hace así!