LA HABANA,
Como hizo en la Catedral de La Habana con los sacerdotes y religiosas, el Papa Francisco también decidió improvisar el discurso para el encuentro que sostuvo con los jóvenes de Cuba en el Centro Félix Varela. A continuación las palabras que el Santo Padre había preparado originalmente:
Queridos amigos:
Siento una gran alegría de poder estar con ustedes precisamente aquí en este Centro cultural, tan significativo para la historia de Cuba. Doy gracias a Dios por haberme concedido la oportunidad de tener este encuentro con tantos jóvenes que, con su trabajo, estudio y preparación, están soñando y también haciendo ya realidad el mañana de Cuba.
Agradezco a Leonardo sus palabras de saludo, y especialmente porque, pudiendo haber hablado de muchas otras cosas, ciertamente importantes y concretas, como las dificultades, los miedos, las dudas –tan reales y humanas–, nos ha hablado de esperanza, de esos sueños e ilusiones que anidan con fuerza en el corazón de los jóvenes cubanos, más allá de sus diferencias de formación, de cultura, de creencias o de ideas. Gracias, Leonardo, porque yo también, cuando los miro a ustedes, la primera cosa que me viene a la mente y al corazón es la palabra esperanza. No puedo concebir a un joven que no se mueva, que esté paralizado, que no tenga sueños ni ideales, que no aspire a algo más.
Pero, ¿cuál es la esperanza de un joven cubano en esta época de la historia? Ni más ni menos que la de cualquier otro joven de cualquier parte del mundo. Porque la esperanza nos habla de una realidad que está enraizada en lo profundo del ser humano, independientemente de las circunstancias concretas y los condicionamientos históricos en que vive. Nos habla de una sed, de una aspiración, de un anhelo de plenitud, de vida lograda, de un querer tocar lo grande, lo que llena el corazón y eleva el espíritu hacia cosas grandes, como la verdad, la bondad y la belleza, la justicia y el amor. Sin embargo, eso comporta un riesgo. Requiere estar dispuestos a no dejarse seducir por lo pasajero y caduco, por falsas promesas de felicidad vacía, de placer inmediato y egoísta, de una vida mediocre, centrada en uno mismo, y que sólo deja tras de sí tristeza y amargura en el corazón. No, la esperanza es audaz, sabe mirar más allá de la comodidad personal, de las pequeñas seguridades y compensaciones que estrechan el horizonte, para abrirse a grandes ideales que hacen la vida más bella y digna. Yo le preguntaría a cada uno de ustedes: ¿Qué es lo que mueve tu vida? ¿Qué hay en tu corazón, dónde están tus aspiraciones? ¿Estás dispuesto a arriesgarte siempre por algo más grande?
Tal vez me pueden decir: «Sí, Padre, la atracción de esos ideales es grande. Yo siento su llamado, su belleza, el brillo de su luz en mi alma. Pero, al mismo tiempo, la realidad de mi debilidad y de mis pocas fuerzas es muy fuerte para decidirme a recorrer el camino de la esperanza. La meta es muy alta y mis fuerzas son pocas. Mejor conformarse con poco, con cosas tal vez menos grandes pero más realistas, más al alcance de mis posibilidades». Yo comprendo esta reacción, es normal sentir el peso de lo arduo y difícil, sin embargo, cuidado con caer en la tentación de la desilusión, que paraliza la inteligencia y la voluntad, ni dejarnos llevar por la resignación, que es un pesimismo radical frente a toda posibilidad de alcanzar lo soñado. Estas actitudes al final acaban o en una huida de la realidad hacia paraísos artificiales o en un encerrarse en el egoísmo personal, en una especie de cinismo, que no quiere escuchar el grito de justicia, de verdad y de humanidad que se alza a nuestro alrededor y en nuestro interior.