Cada 29 de julio la Iglesia Católica recuerda a San Olaf II, el Grande (995-1030), rey de Noruega. Olaf contribuyó de manera decisiva a la instauración y fortalecimiento del catolicismo en su país, y es reconocido hoy como su santo patrono. Es uno de los pocos santos de origen noruego; y si en vida fue llamado ‘grande’ por su capacidad de liderazgo, tras su canonización se le denomina ‘Olaf, el Santo’, gracias a su virtud y por ponerse al servicio de su pueblo.
De la barbarie al servicio de Cristo
En su juventud, Olaf Haraldsson (Óláfr Haraldsson, en nórdico antiguo) se embarcó rumbo a Inglaterra a la usanza del pueblo vikingo. En las costas inglesas participó de escaramuzas, combates y saqueos, prácticas habituales entre los de su raza, quienes, por lo demás, fueron eximios navegantes. Después de aquel viaje tomó rumbo hacia Ruan, antigua ciudad francesa, donde tomó contacto con el cristianismo, religión a la que se convirtió. Mientras permaneció en Francia, el santo trabajó como consejero de Etelredo II, rey de Inglaterra, quien se encontraba en el exilio.
Años más tarde, Olaf abandonaría la Europa continental para regresar a Inglaterra, donde se estableció por un tiempo. Convertido y bautizado emprendió, en 1015, el retorno a su patria.
En pos de la corona
Después de pasar por las dificultades propias de la lucha por el poder real, Olaf logró salir airoso y se hizo nombrar rey del pueblo vikingo. Para ese propósito, hizo valer su vínculo con Harald I, antiguo rey de Noruega, desplazando a la casa que había gobernado el país por mucho tiempo.