Cada 24 de junio, la Iglesia Católica celebra la Solemnidad de la Natividad de San Juan Bautista.
En uno de sus famosos sermones, San Agustín de Hipona (354-430) se refería a esta celebración: “La Iglesia celebra el nacimiento de Juan como algo sagrado y él es el único de los santos cuyo nacimiento se festeja”. Así, el Obispo de Hipona se hacía eco de una antigua convicción de la Iglesia sobre Juan, el Bautista: su nacimiento representa un punto de inflexión en la historia de la salvación.
Agustín explicita el porqué: “Juan viene a ser como la línea divisoria entre los dos Testamentos, el antiguo y el nuevo. Así lo atestigua el mismo Señor, cuando dice: la ley y los profetas llegaron hasta Juan”.
Lo habitual es que a un santo se le celebre el día de su muerte. Esto, porque se considera que ese es el día en que ingresa al cielo; es decir, su natalicio para la vida eterna. No obstante, el caso del Bautista es especial ya que las gracias que recibió fueron todas únicas y extraordinarias: fue santificado desde el vientre, cuando Isabel, su madre, y la Virgen María se encuentran, frente a frente, ambas en estado de buena esperanza; fue profeta como ninguno porque anunció con excepcional cercanía la llegada del Mesías, “allanando el camino” del redentor; y por haber tenido la oportunidad de señalarlo directamente entre la multitud, miembros del pueblo elegido.
Anunciado por el ángel
En el primer capítulo del Evangelio de San Lucas se dice cómo Zacarías, sacerdote judío casado con Isabel, pariente de María, no había podido tener hijos pues su mujer era estéril y de edad avanzada. Entonces, el ángel Gabriel se le aparece a la derecha del altar y le dice que su esposa tendrá un hijo que será el precursor del Mesías, y a quien deberá por nombre ‘Juan’. Lamentablemente, Zacarías, presa del miedo, dudó de que todo esto fuera posible, y como aleccionamiento y confirmación de que el anuncio venía de Dios -Zacarías pedía una ‘señal’- quedó mudo “hasta que todo se cumplió”.