Pero atención: en la historia hemos conocido también un formalismo de las buenas maneras que puede transformarse en máscara que esconde la aridez del alma y el desinterés por el otro. Se suele decir: "Detrás de tantas buenas maneras se esconden malas costumbres". Ni siquiera la religión está protegida de este riesgo, que hace deslizar la observancia formal en la mundanidad espiritual.
El diablo que tienta a Jesús ostenta buenas maneras – pero es realmente un señor, un caballero - y cita las Sagradas Escrituras, parece un teólogo. Su estilo parece correcto, pero su intención es aquella de desviar de la verdad del amor de Dios. Nosotros, en cambio, entendemos la buena educación en sus términos auténticos, donde el estilo de las buenas relaciones está firmemente radicado en el amor del bien y en el respeto por el otro. La familia vive de esta fineza del quererse.
Veamos: la primera palabra es "¿permiso?" Cuando nos preocupamos por pedir gentilmente también aquello que quizás pensamos que podemos pretender, nosotros ponemos una verdadera protección para el espíritu de la convivencia matrimonial y familiar.
Entrar en la vida del otro, incluso cuando es parte de nuestra vida, necesita la delicadeza de una actitud no invasiva, que renueva la confianza y el respeto. La confianza, en fin, no autoriza a dar todo por cierto. Y el amor, mientras es más íntimo y profundo, tanto más exige el respeto de la libertad y la capacidad de esperar que el otro abra la puerta de su corazón. Con este propósito recordamos aquella palabra de Jesús en el libro del Apocalipsis, que hemos escuchado: "Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos". Pero ¡también el Señor pide el permiso para entrar! No olvidémoslo. Antes de hacer una cosa en familia: "¿Permiso, puedo hacerlo?" "¿Te gusta que lo haga así?" Aquel lenguaje verdaderamente educado, pero lleno de amor. Y esto hace tanto bien a las familias.
La segunda palabra es "gracias". Ciertas veces pensamos que estamos transformándonos en una civilización de los malos modales y de las malas palabras, como si fueran un signo de emancipación. Las escuchamos decir tantas veces también públicamente. La gentileza y la capacidad de agradecer son vistas como un signo de debilidad, a veces suscitan incluso desconfianza.
Esta tendencia debe ser contrastada en el seno mismo de la familia. Debemos hacernos intransigentes sobre la educación a la gratitud, al reconocimiento: la dignidad de la persona y la justicia social pasan ambas por aquí. Si la vida familiar descuida este estilo, también la vida social lo perderá. La gratitud, luego, para un creyente, está en el corazón mismo de la fe: un cristiano que no sabe agradecer es uno que ha olvidado la lengua de Dios. ¡Escuchen bien eh! Un cristiano que no sabe agradecer es uno que ha olvidado la lengua de Dios. ¡Es feo esto, eh! Recordemos la pregunta de Jesús, cuando curó a diez leprosos y sólo uno de ellos volvió a agradecer.