El Espíritu Santo, que ha inspirado toda la Biblia, sugiere por un momento la imagen del hombre solo - le falta algo - sin mujer. Y sugiere el pensamiento de Dios, casi el sentimiento de Dios que lo mira, que observa a Adán solo en el jardín: es libre, es señor, pero está solo. Y Dios ve que esto "no está bien": es como una falta de comunión, le falta una comunión, una falta de plenitud. "No está bien" - dice Dios - y agrega: "Voy a hacerle una ayuda adecuada".
Entonces Dios presenta al hombre todos los animales; el hombre da a cada uno de ellos su nombre – y ésta es otra imagen de la señoría del hombre sobre la creación – pero no encuentra en ningún animal otro similar a sí mismo. El hombre continúa solo. Cuando finalmente Dios presenta a la mujer, el hombre reconoce exultante que aquella creatura, y sólo aquella, es parte de él: "¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!". Finalmente, hay un reflejo, una reciprocidad. Y cuando una persona – es un ejemplo para entender bien esto - quiere dar la mano a otra, debe tener otro adelante: si uno da la mano y no tiene nada, la mano está allí, le falta la reciprocidad.
Así era el hombre, le faltaba algo para llegar a su plenitud, le faltaba reciprocidad. La mujer no es una "replica" del hombre; viene directamente del gesto creador de Dios. La imagen de la "costilla" no expresa de ninguna manera inferioridad o subordinación sino, al contrario, que hombre y mujer son de la misma sustancia y son complementarios. También tienen esta reciprocidad.
Y el hecho que - siempre en la parábola - Dios plasme la mujer mientras el hombre duerme, subraya precisamente que ella no es de ninguna manera creatura del hombre, sino de Dios. Y también sugiere otra cosa: para encontrar a la mujer y podemos decir, para encontrar el amor en la mujer, pero para encontrar la mujer, el hombre primero debe soñarla, y luego la encuentra.
La confianza de Dios en el hombre y en la mujer, a los cuales confía la tierra, es generosa, directa y plena. Pero es aquí que el maligno introduce en su mente la sospecha, la incredulidad, la desconfianza. Y finalmente, llega la desobediencia al mandamiento que los protegía. Caen en aquel delirio de omnipotencia que contamina todo y destruye la armonía. También nosotros lo sentimos dentro de nosotros, tantas veces, todos.
El pecado genera desconfianza y división entre el hombre y la mujer. Su relación será asechada por mil formas de prevaricación y de sometimiento, de seducción engañosa y de prepotencia humillante, hasta aquellas más dramáticas y violentas. La historia trae consigo las huellas. Pensemos, por ejemplo, en los excesos negativos de las culturas patriarcales. Pensemos en las múltiples formas de machismo donde la mujer era considerada de segunda clase. Pensemos en la instrumentalización y mercantilización del cuerpo femenino en la actual cultura mediática.