A los 11 años, Catalina tuvo la oportunidad de conocer la fe cristiana gracias a los jesuitas franceses que evangelizaron el territorio Mohawk. Sin embargo, es bien conocida la resistencia que había entre muchos de los pueblos nativos de Norteamérica para acoger el mensaje cristiano. Ese no fue el caso de Catalina, pero sí de su familia y su tribu.
Contracorriente, la joven pidió ser bautizada cuando tenía 20 años. Para ello tuvo que hacer frente a la oposición de su familia y al rechazo de su comunidad. Convertida en blanco de numerosos maltratos, Catalina decidió dejar su pueblo y emprender camino hacia Sault Ste. Marie, un pueblo ubicado cerca de Montreal (en una zona que hoy pertenece a Michigan, EE. UU.), habitado por muchos indios conversos de Canadá. El trayecto que recorrió Kateri para salvar su vida de la persecución fue de magnitud épica: 320 km. (200 millas) a través de montañas, ríos y la inclemencia del clima.
Portadora del Evangelio
En Sault Ste. Marie, el día de Navidad, Santa Catalina (Kateri) hizo su Primera Comunión y prometió solemnemente a Dios permanecer virgen por el resto de su vida. Así, consagrada a Dios, se dedicó a la vida de oración y la práctica de la virtud. Se hizo misionera, evangelizadora de sus coetáneos, al mismo tiempo que en su más ferviente defensora. Acompañada por la guía espiritual de algunos miembros de la Compañía de Jesús, Catalina hacía crecer su amor a Cristo, presente en la Eucaristía; un amor que revertía en el servicio a sus hermanos.
Santa Catalina partió a la Casa del Padre el 17 de abril de 1680, en los días de Semana Santa de aquel año. Al momento de su muerte tenía tan solo 24 años; y sus últimas palabras fueron: “¡Jesús, te amo!”.
Tras su muerte se produjeron numerosas conversiones entre los suyos, al punto que su tumba en Caughnawaga -lugar donde murió- se transformó en destino para los peregrinos, la mayoría de ellos nativos. En 1884, el P. Clarence Walworth mandó erigir un monumento al lado de su sepultura.