Los sacerdotes han recibido la gracia de hacer que Cristo se haga realmente presente en la Eucaristía a través de la consagración del pan y del vino. Ellos tienen al mismo tiempo, la potestad de perdonar los pecados en nombre de Dios.
La Iglesia Católica ha mantenido a través de los siglos lo que se conoce como “la sucesión apostólica”, línea jerárquica que proviene de los Apóstoles de Cristo y que se mantiene hasta hoy. Los grados del sacerdocio ministerial son tres (de mayor a menor): el episcopado (propio de los obispos, sucesores de los apóstoles); el presbiterado (propio de los sacerdotes, quienes colaboran con el obispo) y el diaconado (propio de los servidores o diáconos, quienes asisten a los presbíteros). Sólo los obispos pueden ordenar sacerdotes y cada uno de ellos le debe obediencia directa al Papa, Obispo de Roma, sucesor de Pedro y Vicario de Cristo en la tierra.
La vida del sacerdote no es sencilla: para empezar, debe dejar el hogar de sus padres y privarse de tener una familia propia. Cada sacerdote forma y acompaña espiritualmente a cientos o miles de personas. Es cierto que muchas veces reciben el cariño y el respeto de la gente, pero también pueden ser blanco de incomprensiones, cuando no de calumniosos ataques o persecuciones.
Otros Cristos
Los sacerdotes están llamados a la entrega total en el servicio a los demás. Siendo el suyo un llamado tan particular, sus vidas suelen ser testimonio de cuánta plenitud y felicidad se puede alcanzar en esta vida. Lamentablemente, a veces no reciben el apoyo que requieren para su misión, o son víctimas del abandono o la soledad. Algunos incluso, por amor a Cristo y a los hermanos, pasan hambre, sed y frío; y en ocasiones quedan expuestos o vulnerables.
Es fácil olvidar que el sacerdote tiene el deber de proclamar y enseñar la verdad, así como ponerse de lado de los débiles. Precisamente por eso, hay ocasiones en que son víctimas de la violencia: muchos sacerdotes hoy son perseguidos y no pocos asesinados por fidelidad al Evangelio.