Cada 25 de enero, la Iglesia Católica celebra el milagro de la conversión de San Pablo, Apóstol del Señor, a quien también llamamos “apóstol de los gentiles” o “apóstol de las naciones” porque recibió directamente de Cristo resucitado la misión de anunciar el Evangelio a todas las naciones. San Pablo, al lado de San Pedro, ejerció un papel decisivo en la conformación de la naciente Iglesia de Jesucristo.
Pablo, de origen judío, había sido un fiero perseguidor de cristianos. Su celo por la conservación de la Ley judía lo había convertido en enemigo de todo aquel que se proclamase discípulo del Señor. Para él Jesús había sido un impostor, alguien que se proclamó hijo de Dios y mesías sin serlo, postura que, en palabras del Papa Benedicto XVI, evidenciaba “su realidad interior, su ceguera respecto de la verdad, de la luz que es Cristo”.
Será «su "sí" definitivo a Cristo en el bautismo [el que] abre de nuevo sus ojos, y lo hace ver realmente».
“…Y cayó a tierra” (Hch 9, 4)
Cuando se encontraba camino de Damasco, Dios intervino haciéndolo caer del caballo que montaba, iniciándose una de las historias de conversión y posterior entrega más hermosas que existen.
De acuerdo a los Hechos de los Apóstoles, Saulo -nombre judío de San Pablo- fue derribado del caballo que montaba por el mismo Jesús resucitado, quien se reveló a través de una fuerte luz proveniente del cielo, desde la que le habló: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” A lo que él contestó: “¿Quién eres, Señor?”. La voz le dijo: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues”. El destello fue tal que Saulo quedó ciego por tres días, permaneciendo en casa de un conocido, sin comer ni beber.