El Tercer Domingo de Adviento lleva el nombre de “Domingo de Gaudete”, o ‘Domingo de la Alegría’. Se denomina así porque la tercera semana de Adviento parece despertar naturalmente una sensación de ‘cercanía’, de que el más grande acontecimiento está ‘pronto’ a suceder. Es esa experiencia del ‘falta poco’, por la que los corazones se animan porque el trecho mayor ya está recorrido. Y la liturgia recoge este sentir: la primera palabra que se dice en el introito de la Misa es precisamente Gaudete, es decir, “¡Regocíjense!”.
En la celebración eucarística del día, el sacerdote se reviste con una casulla de color rosa, signo de gozo, y la Iglesia invita a los fieles a profundizar en el deseo de conversión, porque el Señor ha de llegar y todo debe estar bien dispuesto. De manera coincidente, tanto en los templos como en los hogares se enciende la tercera vela de la corona de Adviento, la única vela rosada.
El color rosa -asociado a la belleza y a la serena alegría- produce un contraste en la liturgia, en la que ha venido primando el violeta (morado) como signo de austeridad (actitud propia de las semanas de preparación para la Navidad). El color violeta ha de volver para el cuarto domingo de Adviento. En ese sentido, el rosa podría entenderse como un “ya, pero todavía no”, muy propicio para renovar esfuerzos o tomar aliento en el camino de conversión personal.
La lectura del Evangelio nos transmite esa sensación de cercanía cuando escuchamos a Juan el Bautista, ‘voz que clama en el desierto’. Es él el llamado a allanar el camino del Salvador.
Lectura del Evangelio del Tercer Domingo de Adviento según San Juan:
Hubo un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Éste vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino testigo de la luz.