Cada 4 de diciembre, la Iglesia celebra la memoria litúrgica de San Juan Damasceno (675-749), Doctor de la Iglesia y defensor de la veneración a las imágenes religiosas y de las reliquias de los santos. Al respecto este escribió alguna vez: “Dado que ahora Dios ha sido visto en la carne y ha vivido entre los hombres, yo represento lo que es visible en Dios”, dejando entrever la licitud de las representaciones capaces de llevarnos a Dios, siempre que sean un medio y nunca un fin.
San Juan Damasceno nació en la ciudad de Damasco, capital de Siria -de allí el nombre ”damasceno”- y vivió entre el último cuarto del siglo VII y la primera mitad del siglo VIII. Creció en el seno de una familia cristiana muy poderosa; sin embargo, insatisfecho con la vida vinculada a la política, ingresó al monasterio de San Sabas, cerca de Jerusalén. Fue ordenado sacerdote y supo combinar el estilo de vida monacal -oración y ascesis- con la reflexión teológica y el trabajo pastoral, aportando muchísimo al desarrollo teológico y doctrinal de los siglos posteriores.
Se le considera un polímata -dominó numerosos campos de conocimiento- por haber incursionado en el derecho, la teología, la filosofía y la música. Fue llamado Crisóroas (del griego Χρυσορρόας, que quiere decir “bañado en oro”, alusión a su capacidad retórica: “el orador de oro”).
Defensa contra la iconoclasia
Cuando el emperador de Constantinopla, León III el Isaurio (emperador bizantino entre 717 y 741) subió al poder, prohibió el culto a las imágenes religiosas. La razón de tal determinación provenía de los denominados “iconoclastas”, quienes acusaban a los católicos de idolatría y tenían gran influencia sobre el emperador.
Los iconoclastas sostenían -contra la doctrina cristiana- que el uso de imágenes equivale a superstición y que, por lo tanto, debían ser destruidas. Para conseguir su propósito, organizaron grupos o piquetes de hombres para sacarlas de los templos y quemarlas, así como para perseguir a quienes las veneraban.