Precisamente a partir de la necesidad de una apertura a la trascendencia, deseo afirmar la centralidad de la persona humana, que de otro modo estaría en manos de las modas y poderes del momento. En este sentido, considero fundamental no sólo el patrimonio que el cristianismo ha dejado en el pasado para la formación cultural del continente, sino, sobre todo, la contribución que pretende dar hoy y en el futuro para su crecimiento. Dicha contribución no constituye un peligro para la laicidad de los Estados y para la independencia de las instituciones de la Unión, sino que es un enriquecimiento. Nos lo indican los ideales que la han formado desde el principio, como son: la paz, la subsidiariedad, la solidaridad recíproca y un humanismo centrado sobre el respeto de la dignidad de la persona.
Por ello, quisiera renovar la disponibilidad de la Santa Sede y de la Iglesia Católica, a través de la Comisión de las Conferencias Episcopales Europeas (COMECE), para mantener un diálogo provechoso, abierto y trasparente con las instituciones de la Unión Europea. Estoy igualmente convencido de que una Europa capaz de apreciar las propias raíces religiosas, sabiendo aprovechar su riqueza y potencialidad, puede ser también más fácilmente inmune a tantos extremismos que se expanden en el mundo actual, también por el gran vacío en el ámbito de los ideales, como lo vemos en el así llamado Occidente, porque «es precisamente este olvido de Dios, en lugar de su glorificación, lo que engendra la violencia».
A este respecto, no podemos olvidar aquí las numerosas injusticias y persecuciones que sufren cotidianamente las minorías religiosas, y particularmente cristianas, en diversas partes del mundo. Comunidades y personas que son objeto de crueles violencias: expulsadas de sus propias casas y patrias; vendidas como esclavas; asesinadas, decapitadas, crucificadas y quemadas vivas, bajo el vergonzoso y cómplice silencio de tantos.
El lema de la Unión Europea es Unidad en la diversidad, pero la unidad no significa uniformidad política, económica, cultural, o de pensamiento. En realidad, toda auténtica unidad vive de la riqueza de la diversidad que la compone: como una familia, que está tanto más unida cuanto cada uno de sus miembros puede ser más plenamente sí mismo sin temor.
En este sentido, considero que Europa es una familia de pueblos, que podrán sentir cercanas las instituciones de la Unión si estas saben conjugar sabiamente el anhelado ideal de la unidad, con la diversidad propia de cada uno, valorando todas las tradiciones; tomando conciencia de su historia y de sus raíces; liberándose de tantas manipulaciones y fobias. Poner en el centro la persona humana significa sobre todo dejar que muestre libremente el propio rostro y la propia creatividad, sea en el ámbito particular que como pueblo.
Por otra parte, las peculiaridades de cada uno constituyen una auténtica riqueza en la medida en que se ponen al servicio de todos. Es preciso recordar siempre la arquitectura propia de la Unión Europea, construida sobre los principios de solidaridad y subsidiariedad, de modo que prevalezca la ayuda mutua y se pueda caminar, animados por la confianza recíproca.
En esta dinámica de unidad-particularidad, se les plantea también, Señores y Señoras Eurodiputados, la exigencia de hacerse cargo de mantener viva la democracia, la democracia de los pueblos de Europa. No se nos oculta que una concepción uniformadora de la globalidad daña la vitalidad del sistema democrático, debilitando el contraste rico, fecundo y constructivo, de las organizaciones y de los partidos políticos entre sí. De esta manera se corre el riesgo de vivir en el reino de la idea, de la mera palabra, de la imagen, del sofisma… y se termina por confundir la realidad de la democracia con un nuevo nominalismo político. Mantener viva la democracia en Europa exige evitar tantas «maneras globalizantes» de diluir la realidad: los purismos angélicos, los totalitarismos de lo relativo, los fundamentalismos ahistóricos, los eticismos sin bondad, los intelectualismos sin sabiduría.
Mantener viva la realidad de las democracias es un reto de este momento histórico, evitando que su fuerza real – fuerza política expresiva de los pueblos – sea desplazada ante las presiones de intereses multinacionales no universales, que las hacen más débiles y las trasforman en sistemas uniformadores de poder financiero al servicio de imperios desconocidos. Este es un reto que hoy la historia nos ofrece.
Dar esperanza a Europa no significa sólo reconocer la centralidad de la persona humana, sino que implica también favorecer sus cualidades. Se trata por eso de invertir en ella y en todos los ámbitos en los que sus talentos se forman y dan fruto. El primer ámbito es seguramente el de la educación, a partir de la familia, célula fundamental y elemento precioso de toda sociedad. La familia unida, fértil e indisoluble trae consigo los elementos fundamentales para dar esperanza al futuro. Sin esta solidez se acaba construyendo sobre arena, con graves consecuencias sociales.
Por otra parte, subrayar la importancia de la familia, no sólo ayuda a dar prospectivas y esperanza a las nuevas generaciones, sino también a los numerosos ancianos, muchas veces obligados a vivir en condiciones de soledad y de abandono porque no existe el calor de un hogar familiar capaz de acompañarles y sostenerles.
Junto a la familia están las instituciones educativas: las escuelas y universidades. La educación no puede limitarse a ofrecer un conjunto de conocimientos técnicos, sino que debe favorecer un proceso más complejo de crecimiento de la persona humana en su totalidad. Los jóvenes de hoy piden poder tener una formación adecuada y completa para mirar al futuro con esperanza, y no con desilusión. Numerosas son las potencialidades creativas de Europa en varios campos de la investigación científica, algunos de los cuales no están explorados todavía completamente. Baste pensar, por ejemplo, en las fuentes alternativas de energía, cuyo desarrollo contribuiría mucho a la defensa del ambiente.
Europa ha estado siempre en primera línea de un loable compromiso en favor de la ecología. En efecto, esta tierra nuestra necesita de continuos cuidados y atenciones, y cada uno tiene una responsabilidad personal en la custodia de la creación, don precioso que Dios ha puesto en las manos de los hombres. Esto significa, por una parte, que la naturaleza está a nuestra disposición, podemos disfrutarla y hacer buen uso de ella; por otra parte, significa que no somos los dueños. Custodios, pero no dueños. Por eso la debemos amar y respetar. «Nosotros en cambio nos guiamos a menudo por la soberbia de dominar, de poseer, de manipular, de explotar; no la "custodiamos", no la respetamos, no la consideramos como un don gratuito que hay que cuidar».
Respetar el ambiente no significa sólo limitarse a evitar estropearlo, sino también utilizarlo para el bien. Pienso sobre todo en el sector agrícola, llamado a dar sustento y alimento al hombre. No se puede tolerar que millones de personas en el mundo mueran de hambre, mientras toneladas de restos de alimentos se desechan cada día de nuestras mesas. Además, el respeto por la naturaleza nos recuerda que el hombre mismo es parte fundamental de ella. Junto a una ecología ambiental, se necesita una ecología humana, hecha del respeto de la persona, que hoy he querido recordar dirigiéndome a ustedes.
El segundo ámbito en el que florecen los talentos de la persona humana es el trabajo. Es hora de favorecer las políticas de empleo, pero es necesario sobre todo volver a dar dignidad al trabajo, garantizando también las condiciones adecuadas para su desarrollo. Esto implica, por un lado, buscar nuevos modos para conjugar la flexibilidad del mercado con la necesaria estabilidad y seguridad de las perspectivas laborales, indispensables para el desarrollo humano de los trabajadores; por otro lado, significa favorecer un adecuado contexto social, que no apunte a la explotación de las personas, sino a garantizar, a través del trabajo, la posibilidad de construir una familia y de educar los hijos.
Es igualmente necesario afrontar juntos la cuestión migratoria. No se puede tolerar que el mar Mediterráneo se convierta en un gran cementerio. En las barcazas que llegan cotidianamente a las costas europeas hay hombres y mujeres que necesitan acogida y ayuda. La ausencia de un apoyo recíproco dentro de la Unión Europea corre el riesgo de incentivar soluciones particularistas del problema, que no tienen en cuenta la dignidad humana de los inmigrantes, favoreciendo el trabajo esclavo y continuas tensiones sociales.
Europa será capaz de hacer frente a las problemáticas asociadas a la inmigración si es capaz de proponer con claridad su propia identidad cultural y poner en práctica legislaciones adecuadas que sean capaces de tutelar los derechos de los ciudadanos europeos y de garantizar al mismo tiempo la acogida a los inmigrantes; si es capaz de adoptar políticas correctas, valientes y concretas que ayuden a los países de origen en su desarrollo sociopolítico y a la superación de sus conflictos internos – causa principal de este fenómeno –, en lugar de políticas de interés, que aumentan y alimentan estos conflictos. Es necesario actuar sobre las causas y no solamente sobre los efectos.
Señor Presidente, Excelencias, Señoras y Señores Diputados:
Ser conscientes de la propia identidad es necesario también para dialogar en modo propositivo con los Estados que han solicitado entrar a formar parte de la Unión en el futuro. Pienso sobre todo en los del área balcánica, para los que el ingreso en la Unión Europea puede responder al ideal de paz en una región que ha sufrido mucho por los conflictos del pasado.
Por último, la conciencia de la propia identidad es indispensable en las relaciones con los otros países vecinos, particularmente con aquellos de la cuenca mediterránea, muchos de los cuales sufren a causa de conflictos internos y por la presión del fundamentalismo religioso y del terrorismo internacional.
A ustedes, legisladores, les corresponde la tarea de custodiar y hacer crecer la identidad europea, de modo que los ciudadanos encuentren de nuevo la confianza en las instituciones de la Unión y en el proyecto de paz y de amistad en el que se fundamentan. Sabiendo que «cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad individual y colectiva».12 Les exhorto, pues, a trabajar para que Europa redescubra su alma buena.
Un autor anónimo del s. II escribió que «los cristianos representan en el mundo lo que el alma al cuerpo». La función del alma es la de sostener el cuerpo, ser su conciencia y la memoria histórica. Y dos mil años de historia unen a Europa y al cristianismo. Una historia en la que no han faltado conflictos y errores, también pecados, pero siempre animada por el deseo de construir para el bien. Lo vemos en la belleza de nuestras ciudades, y más aún, en la de múltiples obras de caridad y de edificación humana común que constelan el Continente.
Esta historia, en gran parte, debe ser todavía escrita. Es nuestro presente y también nuestro futuro. Es nuestra identidad. Europa tiene una gran necesidad de redescubrir su rostro para crecer, según el espíritu de sus Padres fundadores, en la paz y en la concordia, porque ella misma no está todavía libre de conflictos.
Queridos Eurodiputados, ha llegado la hora de construir juntos la Europa que no gire en torno a la economía, sino a la sacralidad de la persona humana, de los valores inalienables; la Europa que abrace con valentía su pasado, y mire con confianza su futuro para vivir plenamente y con esperanza su presente.
Ha llegado el momento de abandonar la idea de una Europa atemorizada y replegada sobre sí misma, para suscitar y promover una Europa protagonista, transmisora de ciencia, arte, música, valores humanos y también de fe. La Europa que contempla el cielo y persigue ideales; la Europa que mira y defiende y tutela al hombre; la Europa que camina sobre la tierra segura y firme, precioso punto de referencia para toda la humanidad.
Gracias.
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