Cada 23 de octubre, la Iglesia recuerda a San Juan de Capistrano (1386-1456), fraile franciscano nacido en la ciudad de Capistrano, antiguo Reino de Nápoles (Italia), el 24 de junio de 1386. Hijo de un prominente barón alemán, Juan fue abogado y después juez, incluso llegó a desempeñarse como gobernador de Perugia. Una vez consagrado completamente al servicio de Dios, se convirtió en misionero, predicador y defensor de la fe.
A raíz de la intervención que tuvo al lado de las huestes cristianas durante el llamado ‘Sitio de Belgrado’ (1456), fue nombrado patrón de los capellanes militares en 1984.
Un hombre en pos de la justicia
Habiendo desarrollado una promisoria carrera secular, a los 30 años, tuvo un sueño en el que vio a San Francisco de Asís que lo llamaba a ser parte de la Orden de los Frailes Menores. Para Juan aquel sueño fue la confirmación del deseo que le encendía el corazón: consagrarse al servicio de los más necesitados. Él mismo había sufrido la carencia de todo cuando tuvo que pasar un tiempo en prisión, en momentos en los que la ciudad había caído en manos de sus enemigos, la familia Malatesta.
Ya como miembro de la Orden, Juan empezó a destacar como buen estudiante y orador. Tuvo como preceptores a santos formadores, entre los que destacaba su maestro de Teología, San Bernardino de Siena (1380-1444), quien se convirtió en su amigo, y a quien tuvo que defender años más tarde de un conjunto de injustas acusaciones.
Como sacerdote, Juan de Capistrano se convertiría en un predicador querido y admirado. Combatió el denominado “fraticismo”, herejía que pretendía distorsionar el mensaje evangélico echando mano de la regla y la espiritualidad franciscana. Debido al santo celo que mostró en estas arenas, a San Juan le cayó el apelativo de “Columna de la observancia” llegando a integrar la lista de los principales reformadores de la Orden.