Cada 1 de octubre recordamos a Santa Teresita de Lisieux, conocida también como Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, religiosa carmelita descalza nacida en Francia, quien vivió durante el último cuarto del siglo XIX. Ella, quien vivió como monja de clausura, es decir, en el encierro voluntario de un monasterio, fue proclamada patrona universal de las misiones. Además, desde 1997 ostenta el título de Doctora de la Iglesia.
Santa Teresita tuvo una vida particularmente difícil, pero precisamente fue en la dificultad como se santificó sostenida por su fe y confianza únicas en Dios. Dichas virtudes le llenaron el corazón de tal amor por Cristo que este parecía desbordar a través de sus tiernos ojos y la dulzura de su sonrisa.
Oración y acción: entre el cielo y la tierra
Si hay una frase que identifica a Santa Teresita es esta: "Quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra”. Aquí, un poco más de contexto: «Siento que pronto va a empezar mi misión de hacer amar a Dios como yo le amo, y de enseñar a muchos el camino espiritual de la sencillez y de la infancia espiritual. El deseo que le he expresado al buen Dios es el de pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra, hasta el fin del mundo. Sí, quiero pasar mi cielo haciendo el bien sobre la tierra».
Son palabras que dejan entrever la belleza de su alma y su sencillez, y, simultáneamente, contienen una profundidad inusitada: retratan su forma de entender la vida, de verse a sí misma. Para ella, alcanzar el cielo prolonga el servicio aquí en la tierra -y, aquí, servir, amar y orar fueron una misma cosa para ella-. O, si se quiere, Teresita se sentía ya en el cielo -ha ingresado al Carmelo- y se percibía más allá arriba que aquí en la tierra, y precisamente por eso, su alma quiere ser un nexo que acerque más al mundo al cielo que se nos ha prometido: ha de hacer el bien.
Solo de cara a Cristo es posible percibir que la oración es, de todas las tareas, la ayuda más importante. Es indispensable.