Cada 12 de septiembre la Iglesia Católica celebra el Santísimo Nombre de la Madre de Dios: “María”.
Su santo nombre, como nos lo recordaba el Papa Benedicto XVI en 2009, “está totalmente unido a su Hijo, a Cristo, y… nos da valentía para seguir adelante”, en un mundo que anda sumido “en las tinieblas y en los sufrimientos”. En ese mundo, el nombre de María nos mueve a la contemplación del “rostro de la Madre”.
“El nombre de la virgen era María” (Lc. 1, 27)
Contra lo que alguno podría pensar, no se trata de un asunto trivial, en lo absoluto. Es cierto que el nombre de María, por sus raíces etimológicas y sentido bíblico, recuerda al de Eva, la primera ‘mujer’; sin embargo, lo hace por radical contraste. A diferencia de Eva, quien pecó apartándose de Dios y condenando a sus hijos, María fue hecha ‘Puerta del Cielo’ y mediadora de todas las gracias concedidas a la humanidad.
“María”, en consecuencia, es el nombre que evoca la obra salvadora de Dios. Por eso, quien pronuncia con amor esa sencilla palabra, “María”, sabe que en ella está referido el gran misterio del amor de Dios para con sus creaturas, los hombres.