Cada 3 julio la Iglesia Católica celebra la fiesta de Santo Tomás Apóstol, el sencillo pescador de Galilea a quien Jesús llamó a ser su discípulo. Quizá su incredulidad inicial, acaecida frente a los testimonios que hablaban de la Resurrección del Señor, ha quedado subrayada en exceso, un poco en detrimento de su posterior acto de fe cuando reconoció la divinidad de Jesús con firmeza y claridad. A él debemos, precisamente, aquellas hermosas palabras tomadas del Evangelio y que repetimos en cada misa, de rodillas, frente a Dios Eucaristía: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28) -reconocimiento de la presencia real de Cristo en el altar-.
El apóstol Tomás pronunció esas palabras a ocho días de la resurrección de Cristo, cuando este se apareció nuevamente a sus discípulos. Jesús dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente» (Mt 28, 27).
Incredulidad y decepción, luego la fe fortalecida
El Evangelio de San Juan da cuenta de la incredulidad de Santo Tomás. Los discípulos le habían dicho: "Hemos visto al Señor", sin embargo, Tomás, que no estuvo con ellos cuando el Maestro apareció, no creyó y dijo: "Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré” (Jn 20, 25).
Entonces, «… se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: “La paz con vosotros». Luego le dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente» (Jn 20, 27). Tomás respondió: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28).
La actitud inicial de Tomás refleja las dudas que probablemente le agobiaban el alma, incluso quizás hasta un sentimiento de decepción que lo atormentaba. Él había puesto su confianza en Jesús y había permanecido a su lado por mucho tiempo, y de pronto todo se mostraba confuso, oscuro, incierto. Tomás había creído en el amigo y confiaba en Él, pero tras la muerte de este, andaba desorientado.