Cuando estamos en su presencia, nos hacemos aún más conscientes de que no podemos considerar las divisiones en la Iglesia como un fenómeno en cierto modo natural, inevitable en cualquier forma de vida asociativa. Nuestras divisiones hieren su cuerpo, dañan el testimonio que estamos llamados a dar en el mundo. El Decreto sobre el ecumenismo del Vaticano II, refiriéndose al texto de san Pablo que hemos meditado, afirma de manera significativa: "Con ser una y única la Iglesia fundada por Cristo Señor, son muchas, sin embargo, las Comuniones cristianas que se presentan a los hombres como la verdadera herencia de Jesucristo; ciertamente, todos se confiesan discípulos del Señor, pero sienten de modo distinto y marchan por caminos diferentes, como si Cristo mismo estuviera dividido". Y, por tanto, añade: "Esta división contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura" (Unitatis redintegratio, 1). ¡Todos nosotros hemos sido dañados por las divisiones! ¡Ninguno de nosotros queremos llegar a ser un escándalo! Y por esto todos nosotros caminamos juntos, fraternamente, por el camino hacia la unidad, también haciendo unidad en el caminar, esa unidad que viene del Espíritu Santo y que nos lleva a una singularidad especial, que sólo el Espíritu Santo puede hacer: esa diversidad reconciliada. ¡El Señor nos espera a todos, nos acompaña a todos: está con todos nosotros en este camino de la unidad!
Queridos amigos, Cristo no puede estar dividido. Esta certeza debe animarnos y sostenernos para continuar con humildad y confianza en el camino hacia el restablecimiento de la plena unidad visible de todos los creyentes en Cristo. Me es grato recordar en este momento la obra de dos grandes Papas: los beatos Juan XXIII y Juan Pablo II. Tanto uno como otro fueron madurando durante su vida la conciencia de la urgencia de la causa de la unidad y, una vez elegidos como Obispos de Roma, han guiado con determinación a la grey católica por el camino ecuménico. El papa Juan, abriendo nuevas vías, antes casi impensables. El papa Juan Pablo, proponiendo el diálogo ecuménico como dimensión ordinaria e imprescindible de la vida de cada Iglesia particular. Junto a ellos, menciono también al papa Pablo VI, otro gran protagonista del diálogo, del que recordamos precisamente en estos días el quincuagésimo aniversario del histórico abrazo en Jerusalén con el Patriarca de Constantinopla, Atenágoras.
La obra de estos predecesores míos ha conseguido que el aspecto del diálogo ecuménico se haya convertido en una dimensión esencial del ministerio del Obispo de Roma, hasta el punto de que hoy no se entendería plenamente el servicio petrino sin incluir en él esta apertura al diálogo con todos los creyentes en Cristo. También podemos decir que el camino ecuménico ha permitido profundizar la comprensión del ministerio del Sucesor de Pedro, y debemos confiar en que seguirá actuando en este sentido en el futuro. Mientras consideramos con gratitud los avances que el Señor nos ha permitido hacer, y sin ocultar las dificultades por las que hoy atraviesa el diálogo ecuménico, pidamos que todos seamos impregnados de los sentimientos de Cristo, para poder caminar hacia la unidad que él quiere. ¡Y caminar juntos ya es hacer unidad!
En este ambiente de oración por el don de la unidad, quisiera saludar cordial y fraternalmente a Su Eminencia el Metropolita Gennadios, representante del Patriarcado Ecuménico, a Su Gracia David Moxon, representante del arzobispo de Canterbury en Roma, y a todos los representantes de las diversas Iglesias y Comunidades Eclesiales que esta tarde han venido aquí. Con estos dos hermanos, en representación de todos, hemos rezado en el Sepulcro de Pablo y hemos dicho entre nosotros: "¡Oramos para que Él nos ayude en este camino, en este camino de la unidad, el amor, haciendo camino de unidad!". La unidad no vendrá como un milagro al final: la unidad viene en el camino, la hace el Espíritu Santo en el camino. Si nosotros no caminamos juntos, si nosotros no rezamos unos por otros, si nosotros no trabajamos en tantas cosas que podemos hacer en este mundo por el Pueblo de Dios, ¡la unidad no vendrá! Se hace en este camino, en cada paso, y no la hacemos nosotros: la hace el Espíritu Santo, que ve nuestra buena voluntad.
Queridos hermanos y hermanas, oremos al Señor Jesús, que nos ha hecho miembros vivos de su Cuerpo, para que nos mantenga profundamente unidos a él, nos ayude a superar nuestros conflictos, nuestras divisiones, nuestros egoísmos, ¡y recordemos que la unidad siempre superior al conflicto! Y nos ayude a estar unidos unos a otros por una sola fuerza, la del amor, que el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones (Cf. Rm 5, 5). Amén.
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