La Iglesia, por lo tanto, está llamada a difundir la levadura y la sal del Evangelio, y por lo tanto, el amor y la misericordia de Dios que llega a todos los hombres, apuntando a la meta ultraterrena y definitiva de nuestro destino, mientras que a la sociedad civil y política le toca la difícil tarea de articular y encarnar en la justicia y en la solidaridad, en el derecho y en la paz, una vida cada vez más humana. Para los que viven la fe cristiana, eso no significa escapar del mundo o de la investigación de cualquier hegemonía, sino al servicio de la humanidad, a todo el hombre y a todos los hombres, a partir de la periferia de la historia y suscitando el sentido de la esperanza que impulsa a hacer el bien a pesar de todo y mirando siempre más allá.
Usted me pregunta también, al término de su primer artículo, ¿qué debemos decirle a nuestros hermanos judíos sobre la promesa hecha a ellos por Dios?: ¿acaso quedó en el vacío? Es esta –créame– una pregunta que nos desafía radicalmente, como cristianos, ya que con la ayuda de Dios, especialmente a partir del Concilio Vaticano II, hemos descubierto que el pueblo judío sigue siendo para nosotros, la raíz santa de la que germinó Jesús. También yo, en la amistad que he cultivado a lo largo de todos estos años con nuestros hermanos judíos en Argentina muchas veces me cuestioné ante Dios en la oración, sobre todo cuando la mente se iba al recuerdo de la terrible experiencia de la Shoah. Lo que puedo decirle, con el apóstol Pablo, es que nunca ha fallado la fidelidad de Dios a su alianza con Israel y que, a través de las pruebas terribles de estos siglos, los judíos han conservado su fe en Dios. Y por esto, con ellos nunca seremos lo suficientemente agradecidos como Iglesia, sino también como humanidad. Ellos justamente perseverando en la fe en el Dios de la alianza los invitan a todos, también a nosotros cristianos, al estar siempre a la espera, como los peregrinos, del regreso del Señor y que por lo tanto, siempre debemos estar abiertos a Él y nunca cerrarnos ante lo que ya hemos alcanzado.
Llego así a las tres preguntas que me pone en el artículo del 7 de agosto. Me parece que, en los dos primeros, lo que su corazón quiere es entender la actitud de la Iglesia hacia los que no comparten la fe de Jesús.
En primer lugar, me pregunta si el Dios de los cristianos perdona a los que no creen y no buscan la fe. Teniendo en cuenta que –y esa es la clave– la misericordia de Dios no tiene límites si nos dirigimos a Él con un corazón sincero y contrito, la cuestión para quienes no creen en Dios es la de obedecer su propia conciencia. El pecado, aún para los que no tienen fe, existe cuando se va contra la conciencia. Escuchar y obedecerla significa de hecho, decidir ante lo que se percibe como bueno o como malo. Y en esta decisión se juega la bondad o la maldad de nuestras acciones.
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En segundo lugar, usted me pregunta si el pensamiento según el cual no existe ningún absoluto, y por lo tanto ninguna verdad absoluta, sino solo una serie de verdades relativas y subjetivas, se trate de un error o de un pecado. Para empezar, yo no hablaría, ni siquiera para quien cree, de una verdad "absoluta", en el sentido de que absoluto es aquello que está desatado, es decir, que sin ningún tipo de relación. Ahora, la verdad, según la fe cristiana, es el amor de Dios hacia nosotros en Cristo Jesús. Por lo tanto, ¡la verdad es una relación! A tal punto que cada uno de nosotros la toma, la verdad, y la expresa a partir de sí mismo: de su historia y cultura, de la situación en la que vive, etc.
Esto no quiere decir que la verdad es subjetiva y variable, ni mucho menos. Pero sí significa que se nos da siempre y únicamente como un camino y una vida. ¿No lo dijo acaso el mismo Jesús: "Yo soy el camino, la verdad y la vida"? En otras palabras, la verdad es en definitiva todo un uno con el amor, requiere la humildad y la apertura para ser encontrada, acogida y expresada. Por lo tanto, hay que entender bien las condiciones y, quizás, para salir de los confines de una contraposición... absoluta, replantear en profundidad el tema. Creo que esto es hoy una necesidad imperiosa para entablar aquel diálogo pacífico y constructivo que deseaba desde el comienzo de esta mi opinión.
En la última pregunta me interroga si, con la desaparición del hombre sobre la tierra, desaparecerá también el pensamiento capaz de pensar en Dios. Es verdad, la grandeza del hombre está en ser capaz de pensar en Dios. Y por lo tanto, en el poder vivir una relación consciente y responsable con Él.
Pero la relación es entre dos realidades. Dios –este es mi pensamiento y esta es mi experiencia, ¡y cuántos, ayer y hoy lo comparten!–, no es una idea, aunque sea un alto fruto del resultado del pensamiento del hombre. Dios es una realidad con la "R" mayúscula. Jesús lo revela –y tiene una relación viva con Él–, como un Padre de infinita bondad y misericordia. Dios no depende, por lo tanto, de nuestra forma de pensar. Y de otro lado, mismo cuanto terminará la vida del hombre sobre la tierra –y para la fe cristiana de todos modos, este mundo así como lo conocemos está destinado a tener un fin– el hombre no acabará de existir, y en una manera que nosotros no sabemos, tampoco el universo que fue creado con él. La Escritura habla de "cielos nuevos y tierra nueva" y afirma que, al final, en el dónde y en el cuándo, que está más allá de nosotros, pero hacia el cual, en la fe tendemos con deseo y espera, Dios será "todo en todos".
Estimado doctor Scalfari, concluyo así mis reflexiones, suscitadas por lo que ha querido decirme y preguntarme. Acójalas como una respuesta tentativa y provisional, pero sincera y confiada, con la invitación que le hice de andar una parte del camino juntos.
La Iglesia, créame, a pesar de todos los retrasos, infidelidades, errores y pecados que haya cometido y todavía pueda cometer en los que la componen, no tiene otro sentido ni propósito que no sea vivir y dar testimonio de Jesús: Él que fue enviado por el Abbà «para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc. 4, 18-19).