Pero quisiera sobre todo detenerme en el hecho que el Espíritu Santo es la fuente inagotable de la vida de Dios en nosotros. El hombre de todos los tiempos y de todos los lugares desea una vida plena y bella, justa y buena, una vida que no esté amenazada por la muerte, sino que pueda madurar y crecer hasta su plenitud. El hombre es como un caminante que, atravesando los desiertos de la vida, tiene sed de un agua viva, fluyente y fresca, capaz de refrescar en profundidad su deseo profundo de luz, de amor, de belleza y de paz. ¡Todos sentimos este deseo! Y Jesús nos da esta agua viva: ella es el Espíritu Santo, que procede del Padre y que Jesús vierte en nuestros corazones. « yo he venido para que tengan Vida, y la tengan en abundancia», nos dice Jesús (Jn 10,10).
Jesús promete a la Samaritana donar un "agua viva", con abundancia y para siempre, a todos aquellos que lo reconocen como el Hijo enviado por el Padre para salvarnos (cfr Jn 4, 5-26; 3,17). Jesús ha venido a donarnos esta "agua viva" que es el espíritu Santo, para que nuestra vida sea guiada por Dios, sea animada por Dios, sea nutrida por Dios.
Cuando decimos que el cristiano es un hombre espiritual nos referimos justamente a esto: el cristiano es una persona que piensa y actúa según Dios, según el Espíritu Santo. Y nosotros, ¿pensamos según Dios? ¿Actuamos según Dios? O ¿nos dejamos guiar por tantas otras cosas que no son Dios?
A este punto podemos preguntarnos: ¿por qué esta agua puede saciarnos hasta el fondo? Sabemos que el agua es esencial para la vida; sin agua se muere; ella refresca, lava, hace fecunda la tierra. En la Carta a los Romanos encontramos esta expresión: «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (5,5).
El "agua viva", el Espíritu Santo, Don del Resucitado que toma morada en nosotros, nos purifica, nos ilumina, nos renueva, nos transforma porque nos hace partícipes de la vida misma de Dios que es Amor. Por esto, el Apóstol Pablo afirma que la vida del cristiano está animada por el Espíritu y de sus frutos, que son «amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia» (Gal 5,22-23). El Espíritu Santo nos introduce en la vida divina como "hijos en el Hijo Unigénito".
En otro pasaje de la Carta a los Romanos, que hemos recordado varias veces, San Pablo lo sintetiza con estas palabras: «Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios 'Padre'. El mismo espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, porque sufrimos con él para ser glorificados con él» (8,14-17).