El Cristianismo –dice San Bernardo– es la "religión de la Palabra de Dios", no de, "una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y vivo" (Hom. super missus est, IV, 11: PL 183, 86B). En la tradición de la patrística y medieval se usa una fórmula especial para expresar esta realidad: Jesús es el Verbum abbreviatum (cf. Rom 9,28, en referencia a Isaías 10:23), el Verbo abreviado, la Palabra breve, abreviada y sustancial del Padre, que nos dijo todo de Él. En Jesús toda la Palabra está presente.
En Jesús incluso la mediación entre Dios y el hombre encuentra su plenitud. En el Antiguo Testamento hay una gran cantidad de figuras que han venido desempeñando esta tarea, sobre todo Moisés, el libertador del, el guía, el "mediador" de la alianza, como lo define el Nuevo Testamento (cf. Gal 3:19; Hechos 7 , 35, Jn 1:17).
Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no es uno más de los mediadores entre Dios y el hombre, sino "el mediador" de la nueva y eterna alianza (cf. Heb 8:6; 9.15, 12.24), "un sólo, de hecho, es Dios - dice Pablo - y un solo uno el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesus"(1 Timoteo 2:5, Gálatas 3:19-20). En él podemos ver y conocer al Padre; en Él podemos invocar a Dios como "Abba, Padre" en Él nos vienen dada la salvación.
El deseo de conocer a Dios realmente, es decir, de ver el rostro de Dios, está en todos los hombres, incluso en los ateos. Y nosotros tenemos este deseo consciente de ver quién es, qué es, qué es para nosotros. Pero este deseo se realiza siguiendo a Cristo, así vemos la espalda y vemos, por fin, a Dios como a un amigo, su rostro en el rostro de Cristo.
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Es importante que sigamos a Cristo pero no sólo cuando lo necesitamos y cuando encontramos un espacio de tiempo, entre los miles quehaceres de cada día, sino con nuestra vida. Toda nuestra existencia debe estar orientada al encuentro con Él, al amor hacia Él y en ella, el amor al prójimo debe tener asimismo un lugar central.
Ese amor que, a la luz del Crucificado, nos hace reconocer el rostro de Jesús en el pobre, en el débil y en el que sufre. Ello es posible sólo si el verdadero rostro de Jesús se nos ha vuelto familiar, en la escucha de su Palabra –en el diálogo interior con su Palabra para que lo podamos encontrar a Él verdaderamente– y naturalmente en el Misterio de la Eucaristía.
En el Evangelio de San Lucas es significativo el pasaje de los dos discípulos de Emaús, que reconocieron a Jesús al partir el pan. Pero preparados por el camino, preparados por la invitación que le hacen para que se quede con ellos, preparados por el diálogo que hizo arder sus corazones. Así ven al final a Jesús.
También para nosotros, la Eucaristía es, preparada por una vida en diálogo con Jesús, la gran escuela en la que aprendemos a ver el rostro de Dios, entramos en relación íntima con Él; y aprendemos al mismo tiempo a dirigir la mirada hacia el momento final de la historia, cuando Él nos saciará con la luz de su rostro. En la tierra caminamos hacia esta plenitud, en la espera gozosa que se cumpla el Reino de Dios.
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