VATICANO,
Queridos hermanos y hermanas:
En este tiempo de Navidad, nos detenemos de nuevo en el gran misterio de Dios que bajó de su Cielo para entrar en nuestra carne. En Jesús, Dios se encarnó, se hizo hombre como nosotros, y así nos abrió el camino hacia su Cielo, hacia la comunión plena con Él.
En estos días, en nuestras iglesias ha resonado varias veces la palabra "Encarnación" de Dios, para expresar la realidad que celebramos en la Santa Navidad: El Hijo de Dios se hizo hombre, como recitamos en el Credo. Pero ¿qué significa esta palabra central de la fe cristiana? Deriva del latín "incarnatio". San Ignacio de Antioquía, a finales del siglo I y especialmente San Ireneo han utilizado este término, reflexionando sobre el Prólogo del Evangelio de San Juan, en particular sobre la expresión "La Palabra se hizo carne" (Jn 1,14).
Aquí la palabra "carne" –según la costumbre hebraica– se refiere a la persona integralmente, en su totalidad, a su aspecto de caducidad y temporalidad, su pobreza y su contingencia. Y ello para decirnos que la salvación traída por el Dios hecho carne en Jesús de Nazaret, abraza al hombre en su realidad concreta y en cualquier situación en la que se encuentre.
Dios tomó la condición humana para curar de todo lo que nos separa de Él, por lo que podemos llamar, en su Hijo unigénito, con el nombre de "Abba, Padre" y ser verdaderamente sus hijos. San Ireneo dice: "Esto es por qué el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, al entrar en comunión con la Palabra y recibiendo así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios "(Adversus haereses, 3,19,1:. PG 7,939; cf Catecismo de la Iglesia Católica, 460).
"El Verbo se hizo carne" es una de esas verdades a las que nos hemos acostumbrado tanto, que ya casi no nos impacta la magnitud del evento que expresa. Y de hecho, en este tiempo de Navidad, en el que esta expresión se repite a menudo en la liturgia, a veces se da mayor atención a los aspectos exteriores, a los "colores" de la fiesta, en lugar de estar atentos al corazón de la gran novedad cristiana que celebramos: algo absolutamente impensable, que sólo Dios podía obrar y en la que sólo se puede entrar con la fe.