VATICANO,
El miércoles pasado, meditamos sobre el deseo de Dios que el ser humano lleva en lo más profundo de sí mismo. Hoy me gustaría seguir profundizando con ustedes este aspecto y meditando brevemente sobre algunas vías para llegar al conocimiento de Dios:
Pero quisiera recordar que la iniciativa de Dios precede siempre cualquier iniciativa del hombre, y también en el camino hacia Él, es Él el primero que nos ilumina, nos orienta y guía, respetando nuestra libertad. Así como es siempre Él, el que nos hace entrar en intimidad con Él mismo, revelándose y donándonos la gracia de poder acoger esta revelación en la fe.
No olvidemos nunca la experiencia de San Agustín: "no somos nosotros los que poseemos la Verdad después de haberla buscado, sino que es la Verdad la que nos busca y nos posee".
Pero, hay vías que pueden abrir el corazón del hombre al conocimiento de Dios, hay signos que conducen a Dios. Por supuesto, a menudo corremos el riesgo de quedar deslumbrados, por el brillo de la mundanidad, que nos hace menos capaces de recorrer algunos caminos o de leer esos signos.
Sin embargo, Dios no se cansa de buscarnos, es fiel al hombre que ha creado y redimido, permanece cerca de nuestras vidas, porque nos ama. Ésta es una certeza que nos debe acompañar todos los días, a pesar de que ciertas mentalidades difusas dificulten la misión de la Iglesia y de los cristianos de comunicar la alegría del Evangelio a todas las criaturas y de conducir a todos al encuentro con Jesús, único Salvador del mundo.
Sin embargo, ésta es nuestra misión, es la misión de la Iglesia y cada creyente debe vivirla con alegría, sintiéndola como propia, a través de una vida verdaderamente animada por la fe y marcada por la caridad, por el servicio a Dios y a los demás, y capaz de irradiar esperanza. Esta misión resplandece sobre todo en la santidad, a la que todos estamos llamados.