VATICANO,
Queridos hermanos y hermanas:
El camino de reflexión que estamos haciendo juntos en este Año de la Fe nos lleva a meditar hoy sobre un aspecto fascinante de la experiencia humana y cristiana: el hombre lleva en sí un misterioso anhelo de Dios.
Muy significativamente, el Catecismo de la Iglesia Católica se abre, precisamente, con la siguiente consideración: "El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar" (n. 27).
Tal afirmación, que aún hoy en muchos contextos culturales parece totalmente compartida, casi obvia, podría percibirse más bien como un desafío en la cultura secularizada occidental. Muchos de nuestros contemporáneos, de hecho, podrían argumentar no tener, para nada, deseo de Dios alguno.
Para amplios sectores de la sociedad, Él ya no es más el esperado, el deseado, sino más bien una realidad que deja indiferentes, ante la cual ni siquiera hay hacer el esfuerzo de pronunciarse. En realidad, lo que hemos definido como "el deseo de Dios" no ha desaparecido por completo y se asoma aún hoy en día, de muchas formas, en el corazón del hombre.
El deseo humano tiende siempre hacia ciertos bienes concretos, a menudo para nada espirituales, y, sin embargo, se enfrenta al interrogante sobre cuál es realmente "el" bien, y por lo tanto, a confrontarse con algo que es distinto de sí mismo, que el hombre no puede construir, pero que está llamado a reconocer. ¿Qué es lo que realmente puede saciar el deseo humano?