14 de noviembre de 2024 Donar
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TEXTO: Discurso a los jóvenes del Líbano

 

Beatitud, Hermanos Obispos, queridos amigos

«A vosotros gracia y paz abundantes por el conocimiento de Dios y de Jesús nuestro Señor» (2 P 1,2). El pasaje de la carta de San Pedro que acabamos de escuchar expresa bien el gran deseo que llevo en el corazón desde hace mucho tiempo. Gracias por vuestra calurosa acogida, gracias de todo corazón por vuestra presencia tan numerosa esta tarde.

Agradezco a Su Beatitud el Patriarca Bechara Boutros Raï sus palabras de bienvenida, a Mons. Georges Bou Jaoudé, Arzobispo de Trípoli y Presidente del Consejo para el apostolado de los laicos en el Líbano, y a Monseñor Elie Hadda, Arzobispo de Sidón de los Griegos melquitas y Vicepresidente de dicho Consejo, así como a los dos jóvenes que me han saludado en nombre de todos vosotros. «Salami ?-t?kum» (Mi paz os doy) (Jn 14,27), nos dice Jesucristo.

Queridos amigos, vosotros vivís hoy en esta parte del mundo que ha visto el nacimiento de Jesús y el desarrollo del cristianismo. Es un gran honor. Y es una llamada a la fidelidad, al amor por vuestra región, y especialmente a ser testigos y mensajeros de la alegría de Cristo, porque la fe transmitida por los Apóstoles lleva a la plena libertad y al gozo, como lo han mostrado tantos santos y beatos de este país. Su mensaje ilumina la Iglesia universal.

Y puede seguir iluminando vuestras vidas. Entre los Apóstoles y los santos, muchos vivieron periodos difíciles, y su fe fue la fuente de su valor y de su testimonio. Que encontréis en su ejemplo e intercesión la inspiración y el apoyo que necesitáis.

Conozco las dificultades que tenéis en la vida cotidiana, debido a la falta de estabilidad y seguridad, al problema de encontrar trabajo o incluso al sentimiento de soledad y marginación.

En un mundo en continuo movimiento, os enfrentáis a muchos y graves desafíos. Pero ni siquiera el desempleo y la precariedad deben incitaros a probar la «miel amarga» de la emigración, con el desarraigo y la separación en pos de un futuro incierto. Se trata de que vosotros seáis los artífices del futuro de vuestro país, y cumpláis con vuestro papel en la sociedad y en la Iglesia.

Tenéis un lugar privilegiado en mi corazón y en toda la Iglesia, porque la Iglesia es siempre joven. La Iglesia confía en vosotros. Cuenta con vosotros. Sed jóvenes en la Iglesia. Sed jóvenes con la Iglesia. La Iglesia necesita vuestro entusiasmo y creatividad. La juventud es el momento en el que se aspira a grandes ideales, y el periodo en que se estudia para prepararse a una profesión y a un porvenir. Esto es importante y exige su tiempo. Buscad lo que es hermoso y gozad en hacer el bien. Dad testimonio de la grandeza y la dignidad de vuestro cuerpo, que es «para el Señor» (1 Co 6,13b).

Tened la delicadeza y la rectitud de los corazones puros. Como el beato Juan Pablo II, yo también os repito: «No tengáis miedo. Abrid las puertas de vuestro espíritu y vuestro corazón a Cristo». El encuentro con él «da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus caritas est, 1). En él encontraréis la fuerza y el valor para avanzar en el camino de vuestra vida, superando así las dificultades y aflicciones. En él encontraréis la fuente de la alegría. Cristo os dice: «Salami ?-t?kum». Aquí está la revolución que Cristo ha traído, la revolución del amor.

Las frustraciones que se presentan no os deben conducir a refugiaros en mundos paralelos como, entre otros, el de las drogas de cualquier tipo, o el de la tristeza de la pornografía. En cuanto a las redes sociales, son interesantes, pero pueden llevar fácilmente a una dependencia y a la confusión entre lo real y lo virtual.

Buscad y vivid relaciones ricas de amistad verdadera y noble. Adoptad iniciativas que den sentido y raíces a vuestra existencia, luchando contra la superficialidad y el consumo fácil. También os acecha otra tentación, la del dinero, ese ídolo tirano que ciega hasta el punto de sofocar a la persona y su corazón. Los ejemplos que os rodean no siempre son los mejores.

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Muchos olvidan la afirmación de Cristo, cuando dice que no se puede servir a Dios y al dinero (cf. Lc 16,13). Buscad buenos maestros, maestros espirituales, que sepan indicaros la senda de la madurez, dejando lo ilusorio, lo llamativo y la mentira.

Sed portadores del amor de Cristo. ¿Cómo? Volviendo sin reservas a Dios, su Padre, que es la medida de lo justo, lo verdadero y lo bueno. Meditad la Palabra de Dios. Descubrid el interés y la actualidad del Evangelio. Orad. La oración, los sacramentos, son los medios seguros y eficaces para ser cristianos y vivir «arraigados y edificados en Cristo, afianzados en la fe» (Col 2,7).

El Año de la fe que está para comenzar será una ocasión para descubrir el tesoro de la fe recibida en el bautismo. Podéis profundizar en su contenido estudiando el Catecismo, para que vuestra fe sea viva y vivida. Entonces os haréis testigos del amor de Cristo para los demás. En él, todos los hombres son nuestros hermanos. La fraternidad universal inaugurada por él en la cruz reviste de una luz resplandeciente y exigente la revolución del amor. «Amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,35). En esto reside el testamento de Jesús y el signo del cristiano. Aquí está la verdadera revolución del amor.

Por tanto, Cristo os invita a hacer como él, a acoger sin reservas al otro, aunque pertenezca a otra cultura, religión o país. Hacerle sitio, respetarlo, ser bueno con él, nos hace siempre más ricos en humanidad y fuertes en la paz del Señor. Sé que muchos de vosotros participáis en diversas actividades promovidas por las parroquias, las escuelas, los movimientos o las asociaciones. Es hermoso trabajar con y para los demás. Vivir juntos momentos de amistad y alegría permite resistir a los gérmenes de división, que constantemente se han de combatir.

La fraternidad es una anticipación del cielo. Y la vocación del discípulo de Cristo es ser «levadura» en la masa, como dice san Pablo: «Un poco de levadura hace fermentar toda la masa» (Ga 5,9). Sed los mensajeros del evangelio de la vida y de los valores de la vida.

Resistid con valentía a aquello que la niega: el aborto, la violencia, el rechazo y desprecio del otro, la injusticia, la guerra. Así irradiaréis la paz en vuestro entorno. ¿Acaso no son a los «artífices de la paz» a quienes en definitiva más admiramos? ¿No es la paz ese bien precioso que toda la humanidad está buscando? Y, ¿no es un mundo de paz para nosotros y para los demás lo que deseamos en lo más profundo?

«Salami ?-t?kum», dice Jesús. Él no ha vencido el mal con otro mal, sino tomándolo sobre sí y aniquilándolo en la cruz mediante el amor vivido hasta el extremo. Descubrir de verdad el perdón y la misericordia de Dios, permite recomenzar siempre una nueva vida. No es fácil perdonar. Pero el perdón de Dios da la fuerza de la conversión y, a la vez, el gozo de perdonar. El perdón y la reconciliación son caminos de paz, y abren un futuro.

Quiero saludar ahora a los jóvenes musulmanes que están con nosotros esta noche. Agradezco vuestra presencia que es tan importante. Vosotros sois, con los jóvenes cristianos, el futuro de este maravilloso País y de todo el Oriente Medio. Buscad construirlo juntos. Y cuando seáis adultos, continuad a vivir la concordia en la unidad con los cristianos. Porque la belleza del Líbano se encuentra en esta bella simbiosis.

Es necesario que todo el Oriente Medio, viéndoles, comprenda que los musulmanes y los cristianos, el Islam y el Cristianismo, pueden vivir juntos sin odios, respetando las creencias de cada uno, para construir juntos una sociedad libre y humana.

He sabido además que están entre nosotros jóvenes venidos de Siria. Quiero deciros cuanto admiro vuestra valentía. Decid en vuestras casas, a vuestros familiares y amigos, que el Papa no os olvida. Decid en vuestro entorno que el Papa esta triste a causa de vuestros sufrimientos y lutos. Él no se olvida de Siria en sus oraciones y es una de sus preocupaciones. No se olvida de ninguno de los que sufren en Oriente Medio.

Es el momento en que musulmanes y cristianos se unan para poner fin a la violencia y a la guerra.

Para terminar, volvámonos a María, la Madre del Señor, Nuestra Señora del Líbano. Ella os protege y acompaña desde lo alto de la colina de Harissa, vela como madre por todos los libaneses y por tantos peregrinos que acuden de todas partes para encomendarle sus alegrías y sus penas.

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Esta tarde, confiamos a la Virgen María y al Beato Juan Pablo II, que me precedió aquí, vuestras vidas, las de todos los jóvenes del Líbano y de los países de la región, especialmente de los que sufren la violencia o la soledad, de los que necesitan consuelo. Que Dios os bendiga a todos. Y ahora, todos juntos, la imploramos: «A salamou á-laïki ya Mariam...».

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