BEIRUT,
Señor Presidente de la República,
señoras y señores representantes de las autoridades parlamentarias, gubernamentales, institucionales y políticas del Líbano,
señoras y señores Jefes de misión diplomática,
Beatitudes, responsables religiosos,
queridos hermanos en el episcopado, señoras y señores, queridos amigos
«La paz os dejo, mi paz os doy» (Jn 14,27). Con estas palabras de Cristo, deseo saludaros y agradeceros vuestra acogida y vuestra presencia. Señor Presidente, le agradezco no solamente sus cordiales palabras sino también por haber permitido este encuentro. Acabo de plantar con vosotros un cedro del Líbano, símbolo de vuestro hermoso país. Al ver este arbolito y las atenciones que necesitará para fortalecerse y llegar a extender majestuosamente sus ramas, pienso en vuestro país y su destino, en los libaneses y sus esperanzas, en todas las personas de esta región del mundo que parece conocer los dolores de un alumbramiento sin fin.
He pedido a Dios que os bendiga, que bendiga al Líbano y a todos los habitantes de esta región que ha visto nacer grandes religiones y nobles culturas. ¿Por qué ha elegido Dios esta región? ¿Por qué vive en la turbulencia? Pienso que Dios la ha elegido para que sirva de ejemplo, para que dé testimonio de cara al mundo de la posibilidad que tiene el hombre de vivir concretamente su deseo de paz y reconciliación. Esta aspiración está inscrita desde siempre en el plan de Dios, que la ha grabado en el corazón del hombre. Me gustaría hablar con vosotros de la paz, pues Jesús ha dicho: «La paz os dejo, mi paz os doy».
Un país es rico, ante todo, por las personas que viven en su seno. Su futuro depende de cada una de ellas y de su conjunto, y de su capacidad de comprometerse por la paz. Este compromiso sólo será posible en una sociedad unida. Sin embargo, la unidad no es uniformidad. La cohesión de la sociedad está asegurada por el respeto constante de la dignidad de cada persona y su participación responsable según sus capacidades, aportando lo mejor que tiene.
Con el fin de asegurar el dinamismo necesario para construir y consolidar la paz, hay que volver incansablemente a los fundamentos del ser humano. La dignidad del hombre es inseparable del carácter sagrado de la vida que el Creador nos ha dado. En el designio de Dios, cada persona es única e irremplazable. Viene al mundo en una familia, que es su primer lugar de humanización y, sobre todo, la primera que educa a la paz.