Señor Jesús,
tú nos invitas a seguirte
también en esta hora extrema, tu hora.
En ti está cada uno de nosotros
y nosotros, muchos, somos uno en ti.
En tu hora está la hora de la prueba
de nuestra vida
en sus más descarnados y duros recodos;
es la hora de la pasión de tu Iglesia
y de la humanidad entera.
Es la hora de las tinieblas:
cuando «vacilan los cimientos de la tierra»
y el hombre, «parte de tu creación»,
gime y sufre con ella;
cuando las multiformes máscaras de la mentira
se burlan de la verdad
y los halagos del éxito sofocan
la íntima llamada de la honestidad;
cuando el vacío de sentido y de valores
anula la obra educativa
y el desorden del corazón mancilla la ingenuidad
de los pequeños y de los débiles;
cuando el hombre pierde el camino
que le orienta al Padre
y no reconoce ya en ti
el rostro hermoso de la propia humanidad.
En esta hora se insinúa la tentación de la fuga,
el sentimiento de angustia y desolación,
mientras la carcoma de la duda roe la mente
y el telón de la oscuridad cae sobre el alma.
Y tú, Señor,
que lees en el libro abierto de nuestro frágil corazón,
vuelves a preguntarnos esta noche
como un día a los Doce:
«¿También vosotros queréis marcharos?»5.
No, Señor,
no podemos ni queremos irnos,
porque «Tú tienes palabras de vida eterna»6,
Tú solo eres «la palabra de la verdad»7
y tu cruz
es la única «llave que nos abre a los secretos
de la verdad y de la vida»8.
«Te seguiremos a donde vayas»9.
En esta adhesión está nuestra adoración,
mientras, desde el horizonte del todavía no,
un rayo de alegría besa el ya de nuestro camino.
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