VATICANO,
Durante la homilía pronunciada en la Basílica Vaticana durante la Misa de Nochebuena, el Papa Benedicto XVI fustigó las tendencias al egoísmo y el abandono de los demás, y llamó a los cristianos del mundo a orar para que Jesús venga todos los días a sus vidas.
Este es el texto íntegro de su homilía:
Queridos hermanos y hermanas
«Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado» (Is 9,5). Lo que, mirando desde lejos hacia el futuro, dice Isaías a Israel como consuelo en su angustia y oscuridad, el Ángel, del que emana una nube de luz, lo anuncia a los pastores como ya presente: «Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor» (Lc 2,11). El Señor está presente. Desde este momento, Dios es realmente un «Dios con nosotros». Ya no es el Dios lejano que, mediante la creación y a través de la conciencia, se puede intuir en cierto modo desde lejos. Él ha entrado en el mundo. Es quien está a nuestro lado. Cristo resucitado lo dijo a los suyos, nos lo dice a nosotros: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Por vosotros ha nacido el Salvador: lo que el Ángel anunció a los pastores, Dios nos lo vuelve a decir ahora por medio del Evangelio y de sus mensajeros. Ésta es una noticia que no puede dejarnos indiferentes. Si es verdadera, todo cambia. Si es cierta, también me afecta a mí. Y, entonces, también yo debo decir como los pastores: Vayamos, quiero ir derecho a Belén y ver la Palabra que ha sucedido allí. El Evangelio no nos narra la historia de los pastores sin motivo. Ellos nos enseñan cómo responder de manera justa al mensaje que se dirige también a nosotros. ¿Qué nos dicen, pues, estos primeros testigos de la encarnación de Dios?
Ante todo, se dice que los pastores eran personas vigilantes, y que el mensaje les pudo llegar precisamente porque estaban velando. Nosotros hemos de despertar para que nos llegue el mensaje. Hemos de convertirnos en personas realmente vigilantes. ¿Qué significa esto? La diferencia entre uno que sueña y uno que está despierto consiste ante todo en que, quien sueña, está en un mundo muy particular. Con su yo, está encerrado en este mundo del sueño que, obviamente, es solamente suyo y no lo relaciona con los otros. Despertarse significa salir de dicho mundo particular del yo y entrar en la realidad común, en la verdad, que es la única que nos une a todos. El conflicto en el mundo, la imposibilidad de conciliación recíproca, es consecuencia del estar encerrados en nuestros propios intereses y en las opiniones personales, en nuestro minúsculo mundo privado. El egoísmo, tanto del grupo como el individual, nos tiene prisionero de nuestros intereses y deseos, que contrastan con la verdad y nos dividen unos de otros. Despertad, nos dice el Evangelio. Salid fuera para entrar en la gran verdad común, en la comunión del único Dios. Así, despertarse significa desarrollar la sensibilidad para con Dios; para los signos silenciosos con los que Él quiere guiarnos; para los múltiples indicios de su presencia. Hay quien dice «no tener religiosamente oído para la música». La capacidad perceptiva para con Dios parece casi una dote para la que algunos están negados. Y, en efecto, nuestra manera de pensar y actuar, la mentalidad del mundo actual, la variedad de nuestras diversas experiencias, son capaces de reducir la sensibilidad para con Dios, de dejarnos «sin oído musical» para Él. Y, sin embargo, de modo oculto o patente, en cada alma hay un anhelo de Dios, la capacidad de encontrarlo. Para conseguir esta vigilancia, este despertar a lo esencial, roguemos por nosotros mismos y por los demás, por los que parecen «no tener este oído musical» y en los cuales, sin embargo, está vivo el deseo de que Dios se manifieste. El gran teólogo Orígenes dijo: si yo tuviera la gracia de ver como vio Pablo, podría ahora (durante la Liturgia) contemplar un gran ejército de Ángeles (cf. In Lc 23,9). En efecto, en la sagrada Liturgia, los Ángeles de Dios y los Santos nos rodean. El Señor mismo está presente entre nosotros. Señor, abre los ojos de nuestro corazón, para que estemos vigilantes y con ojo avizor, y podamos llevar así tu cercanía a los demás.
Volvamos al Evangelio de Navidad. Nos dice que los pastores, después de haber escuchado el mensaje del Ángel, se dijeron uno a otro: «Vamos derechos a Belén... Fueron corriendo» (Lc 2,15s.). Se apresuraron, dice literalmente el texto griego. Lo que se les había anunciado era tan importante que debían ir inmediatamente. En efecto, lo que se les había dicho iba mucho más allá de lo acostumbrado. Cambiaba el mundo. Ha nacido el Salvador. El Hijo de David tan esperado ha venido al mundo en su ciudad. ¿Qué podía haber de mayor importancia? Ciertamente, les impulsaba también la curiosidad, pero sobre todo la conmoción por la grandeza de lo que se les había comunicado, precisamente a ellos, los sencillos y personas aparentemente irrelevantes. Se apresuraron, sin demora alguna. En nuestra vida ordinaria las cosas no son así. La mayoría de los hombres no considera una prioridad las cosas de Dios, no les acucian de modo inmediato. Y también nosotros, como la inmensa mayoría, estamos bien dispuestos a posponerlas. Se hace ante todo lo que aquí y ahora parece urgente. En la lista de prioridades, Dios se encuentra frecuentemente casi en último lugar. Esto – se piensa – siempre se podrá hacer. Pero el Evangelio nos dice: Dios tiene la máxima prioridad. Así, pues, si algo en nuestra vida merece premura sin tardanza, es solamente la causa de Dios. Una máxima de la Regla de San Benito, reza: «No anteponer nada a la obra de Dios (es decir, al Oficio divino)». Para los monjes, la liturgia es lo primero. Todo lo demás va después. Y en lo fundamental, esta frase es válida para cada persona. Dios es importante, lo más importante en absoluto en nuestra vida. Ésta es la prioridad que nos enseñan precisamente los pastores. Aprendamos de ellos a no dejarnos subyugar por todas las urgencias de la vida cotidiana. Queremos aprender de ellos la libertad interior de poner en segundo plano otras ocupaciones – por más importantes que sean – para encaminarnos hacia Dios, para dejar que entre en nuestra vida y en nuestro tiempo. El tiempo dedicado a Dios y, por Él, al prójimo, nunca es tiempo perdido. Es el tiempo en el que vivimos verdaderamente, en el que vivimos nuestro ser personas humanas.