Su madre y sus hermanos fueron a verlo, pero no pudieron acercarse a causa de la multitud. Entonces le anunciaron a Jesús: «Tu madre y tus hermanos están ahí afuera y quieren verte». Pero él les respondió: «Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican».
Tu madre está en la vía de la cruz; ella fue tu primera discípula. Con delicada determinación, con esa inteligencia de las cosas que le hace conservarlas y meditarlas en el corazón, tu madre está.
Desde el instante en el que le fue propuesto acogerte en su seno hizo un cambio, se convirtió a ti. Unió sus caminos a los tuyos. No fue una renuncia, sino un descubrimiento continuo, hasta el Calvario. Seguirte es dejar que sigas tu camino; tenerte es dar espacio a tu novedad. Lo sabe toda madre: un hijo sorprende. Hijo amado, tú reconoces que tu madre y tus hermanos son aquellos que escuchan y se dejan cambiar. No hablan, sino que hacen. En Dios las palabras son hechos, las promesas son realidades. En la vía de la cruz, oh Madre, estás entre las pocas que lo recuerda.
Ahora es el Hijo el que te necesita. Él percibe que tú no desesperas, que sigues engendrando la Palabra en tu seno. También nosotros, Jesús, logramos seguirte generados por quien te ha seguido.
También nosotros hemos venido al mundo por la fe de tu madre y de innumerables testigos que generan vida incluso allí donde todo habla de muerte. Aquella vez, en Galilea, fueron ellos los que querían verte. Ahora, subiendo al Calvario, tú mismo buscas la mirada del que te escucha y lo pone en práctica. Acuerdo indescriptible. Alianza indisoluble.
Oremos diciendo: He aquí a mi madre
María escucha y habla.
María pregunta y reflexiona.
María sale de su casa y viaja decidida.
María se alegra y consuela.
María acoge y cuida.
María se arriesga y protege.
María no teme juicios ni insinuaciones.
María espera y permanece.
María orienta y acompaña.
María no concede nada a la muerte.
He aquí a mi madre
He aquí a mi madre
He aquí a mi madre
He aquí a mi madre
He aquí a mi madre
He aquí a mi madre
He aquí a mi madre
He aquí a mi madre
He aquí a mi madre
He aquí a mi madre
V estación: Jesús es ayudado por el Cirineo a llevar la cruz Evangelio según san Lucas (23,26)
Cuando lo llevaban, detuvieron a un tal Simón de Cirene, que volvía del campo, y lo cargaron con la cruz, para que la llevara detrás de Jesús.
No se ofreció, lo detuvieron. Simón regresaba de trabajar y lo cargaron con la cruz de un
condenado. Habrá tenido el físico adecuado, cierto, pero su camino era otro, su plan era otro. Con Dios nos podemos tropezar con una situación así. Quién sabe por qué, Jesús, ese nombre ―Simón de Cirene― se hizo rápidamente imborrable entre tus discípulos. En el camino de la cruz no estaban ellos, tampoco nosotros, Simón, en cambio, sí. Sigue siendo válido hoy que mientras alguien ofrece todo de sí, nosotros, o podemos estar en otra parte, incluso tratando de huir; o bien, podemos involucrarnos. Jesús, nosotros creemos recordar el nombre de Simón porque aquel incidente lo cambió para siempre.
No cesó nunca de pensar en ti. Se volvió parte de tu cuerpo, testigo de primera mano de la diferencia entre ti y cualquier otro condenado. Simón de Cirene se encontró cargando con tu cruz, sin haberla pedido, como el yugo del que tú hablaste un día: «mi yugo es suave y mi carga liviana» (Mt 11,30). También los animales trabajan mejor si avanzan juntos. Y tú,
Jesús, amas involucrarte con tu trabajo, que prepara la tierra para que sea nuevamente sembrada.
Necesitamos esa sorprendente delicadeza. Necesitamos a alguien que nos detenga, a veces, y ponga sobre nuestros hombros algún trozo de realidad que simplemente necesita ser cargado. Se puede trabajar el día entero, pero sin ti, se desperdicia. En vano se cansan los constructores, en vano vigila el centinela de la ciudad que Dios no construye (cf. Sal 127). Por eso, en el camino de la cruz surge la nueva Jerusalén. Y nosotros, como Simón de Cirene, cambiamos rumbo y trabajamos contigo.
Oremos diciendo: Detén nuestra carrera, Señor Cuando vamos por nuestro propio camino, desinteresándonos de los demás. Detén nuestra carrera, Señor
Cuando las noticias no nos conmueven. Detén nuestra carrera, Señor
Cuando las personas se vuelven números. Detén nuestra carrera, Señor
Cuando nunca hay tiempo para escuchar. Detén nuestra carrera, Señor
Cuando tenemos prisa por decidir. Detén nuestra carrera, Señor
Cuando los cambios de programa no son permitidos. Detén nuestra carrera, Señor
VI estación: La Verónica enjuga el rostro de Jesús Evangelio según san Lucas (9,29-31)
Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante. Y dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecían revestidos de gloria y hablaban de la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén.
Salmo 27 (27,8-9a) Mi corazón sabe que dijiste: «Busquen mi rostro».
Yo busco tu rostro, Señor, no lo apartes de mí.
En tu rostro, Jesús, vemos tu corazón. Tu decisión se lee en tus ojos, traspasa tu semblante, vuelve tus facciones expresión de una atención inconfundible. Te fijas en Verónica y también en mí.
Yo busco tu rostro, que describe la decisión de amarnos hasta el último suspiro: incluso más allá, porque fuerte como la muerte es el amor (cf. Ct 8,6). Tu rostro, que quisiera imprimir y conservar, nos cambia el corazón. Tú te entregas a nosotros, día tras día, en el rostro de cada ser humano, memoria viva de tu encarnación. Cada vez que nos acercamos al más pequeño, en efecto, nos interesamos por tus miembros y tú permaneces con nosotros. De esta forma nos iluminas el corazón y la expresión de nuestro semblante. En vez de rechazar, ahora acogemos.
En el camino de la cruz nuestro rostro, como el tuyo, puede volverse finalmente resplandeciente y derramar bendiciones. Has grabado en nosotros la memoria, presentimiento de tu regreso, cuando nos reconocerás con la primera mirada, uno a uno. Entonces, tal vez, te asemejaremos. Y estaremos cara a cara, en un diálogo sin fin, en la intimidad de la que nunca nos cansaremos, familia de Dios.
Oremos diciendo: Graba en nosotros tu recuerdo, Jesús
Si nuestro rostro es inexpresivo.
Si nuestros proyectos excluyen.
Si nuestro corazón es indiferente.
Si nuestras actitudes causan división.
Si nuestras elecciones lastiman.
Graba en nosotros tu recuerdo, Jesús Graba en nosotros tu recuerdo, Jesús Graba en nosotros tu recuerdo, Jesús Graba en nosotros tu recuerdo, Jesús
Graba en nosotros tu recuerdo, Jesús
VII estación: Jesús cae por segunda vez Evangelio según san Lucas (15, 2-6)
Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos». Jesús les dijo entonces esta parábola: «Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: “Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido”».
Caer y levantarse; caer y volver a levantarse. Así nos has enseñado a leer, Jesús, la aventura de la vida humana. Humana porque es abierta. A las máquinas no les permitimos equivocarse, las pretendemos perfectas. En cambio, las personas dudan, se distraen, se pierden. Y, sin embargo, conocen la alegría: aquella de los nuevos inicios, aquella de los renacimientos. Los humanos no se generan mecánicamente, sino artesanalmente: somos piezas únicas, un entrelazado de gracia y responsabilidad.
Jesús, te hiciste uno de nosotros; no tuviste temor de tropezar y de caer. Quien se avergüenza de ello, quien hace alarde de infalibilidad, quien oculta sus propias caídas y no perdona las de los demás, reniega del camino que tú has elegido. Tú eres, Jesús, el Señor de la alegría. En ti todos nos encontramos y somos llevados a casa, como la única oveja que se había perdido.
Deshumana es la economía en la que noventa y nueve valen más que uno. Sin embargo, hemos construido un mundo que funciona de ese modo; un mundo de cálculos y algoritmos, de frías lógicas e intereses implacables. La ley de tu casa, economía divina, es otra, Señor. Volvernos a ti, que caes y te levantas, es un cambio de ruta y un cambio de paso. Conversión que devuelve alegría y nos lleva a casa.
Oremos diciendo: Levántanos, oh Dios, nuestra salvación
Somos niños que a veces lloran. Levántanos, oh Dios, nuestra salvación
Somos adolescentes que se sienten inseguros. Levántanos, oh Dios, nuestra salvación
Somos jóvenes que muchos adultos desprecian. Levántanos, oh Dios, nuestra salvación
Somos adultos que se han equivocado. Levántanos, oh Dios, nuestra salvación
Somos ancianos que aún quieren soñar. Levántanos, oh Dios, nuestra salvación
VIII estación: Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén Evangelio según san Lucas (23,27-31)
Lo seguían muchos del pueblo y un buen número de mujeres, que se golpeaban el pecho y se lamentaban por él. Pero Jesús, volviéndose hacia ellas, les dijo: «¡Hijas de Jerusalén!, no lloren por mí; lloren más bien por ustedes y por sus hijos. Porque se acerca el tiempo en que se dirá: “¡Felices las estériles, felices los senos que no concibieron y los pechos que no amamantaron!”
Entonces se dirá a las montañas: “¡Caigan sobre nosotros!”, y a los cerros: “¡Sepúltennos!”
Porque si así tratan a la leña verde, ¿qué será de la leña seca?».
En las mujeres has reconocido desde siempre, Jesús, una particular correspondencia con el corazón de Dios. Por eso, en la gran multitud del pueblo que aquel día cambió dirección y te seguía, inmediatamente viste a las mujeres y, una vez más, estableciste con ellas una conexión especial. La ciudad es distinta cuando se lleva en el vientre a sus habitantes, cuando se amamanta a los niños: en definitiva, cuando no se conoce solamente el registro del dominio, sino que las cosas se viven desde dentro. A las mujeres que por deber llevan a cabo el rito de la compasión, tú les golpeas el corazón.
En efecto, es en el corazón donde se enlazan los acontecimientos y nacen los pensamientos y las decisiones. «No lloren por mí». El corazón de Dios vibra por su pueblo, genera una nueva ciudad. «Lloren más bien por ustedes y por sus hijos». En realidad, existe un llanto donde todo renace. Pero son necesarias lágrimas de reconsideración, de las que no hay que avergonzarse, lágrimas que no se pueden esconder en lo íntimo. Nuestra convivencia herida, oh Señor, en este mundo hecho trizas, necesita lágrimas sinceras, no de circunstancia. De lo contrario, se realizará lo que predijeron los apocalípticos: ya no generaremos nada y todo se derrumbará.
En cambio, la fe mueve montañas. Los montes y las colinas no se derrumban sobre nosotros, sino que en medio a ellos se abre un camino. Es tu camino, Jesús: un camino en salida, en el que los apóstoles te abandonaron, pero tus discípulas ―madres de la Iglesia― te siguieron.
Oremos diciendo: Danos un corazón materno, Jesús
Has poblado de santas mujeres la historia de la Iglesia. Danos un corazón materno, Jesús
Has repudiado la prepotencia y el dominio. Danos un corazón materno, Jesús
Has reunido y consolado las lágrimas de las madres. Danos un corazón materno, Jesús
Has confiado a las mujeres el mensaje de la resurrección. Danos un corazón materno, Jesús
Has inspirado en la Iglesia nuevos carismas y sensibilidad. Danos un corazón materno, Jesús
IX estación: Jesús cae por tercera vez Evangelio según san Lucas (7,44-49)
[Jesús] dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entré, no cesó de besar mis pies. Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume sobre mis pies. Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor. Pero aquel a quien se le perdona poco, demuestra poco amor».
Después dijo a la mujer: «Tus pecados te son perdonados». Los invitados pensaron: «¿Quién es este hombre, que llega hasta perdonar los pecados?».
No sólo una o dos veces, tú caes de nuevo, Jesús. Te caías cuando eras niño, como todo niño. Así abarcaste y acogiste nuestra humanidad, que cae una y otra vez. Si el pecado nos aleja, tu existir sin pecado te acerca a todo pecador, te une indisolublemente a las caídas. Y esto mueve a la conversión.
Escándalo para quien toma distancia de los demás y de sí mismo. Escándalo para quien vive dividido en dos, entre lo que debería ser y lo que realmente es. En tu misericordia, Jesús, cae toda hipocresía. Las máscaras, las fachadas hermosas no sirven más. Dios ve el corazón. Ama el corazón.
Enciende el corazón. Y de esta manera me levantas y me colocas en caminos nunca antes recorridos, audaces, generosos. ¿Quién eres, Jesús, que perdonas también los pecados? De nuevo caído por tierra, en el camino de la cruz, eres el Salvador de esta tierra nuestra. No sólo la habitamos, sino que hemos sido plasmados con ella. Tú, por tierra, nos sigues modelando, como un hábil alfarero.
Oremos diciendo: Nosotros somos arcilla en tus manos
Cuando las cosas parecen no poder cambiar, acuérdate de nosotros: Nosotros somos arcilla en tus manos
Cuando de los conflictos no se ve el final, acuérdate de nosotros: Nosotros somos arcilla en tus manos
Cuando la tecnología nos engaña haciéndonos creer omnipotentes, acuérdate de nosotros: Nosotros somos arcilla en tus manos
Cuando los éxitos nos despeguen de la tierra, acuérdate de nosotros: Nosotros somos arcilla en tus manos
Cuando nos preocupa más la apariencia que el corazón, acuérdate de nosotros: Nosotros somos arcilla en tus manos
X estación: Jesús es despojado de sus vestiduras Libro de Job (1,20-22)
Entonces Job se levantó y rasgó su manto; se rapó la cabeza, se postró con el rostro en tierra y exclamó: «Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allí. El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó: ¡bendito sea el nombre del Señor!». En todo esto, Job no pecó ni dijo nada indigno contra Dios.
No te desnudas, te desnudan. La diferencia está clara para todos nosotros, Jesús. Sólo quien nos ama puede acoger nuestra desnudez entre sus manos y en su mirada. Tememos, en cambio, la mirada de quien no nos conoce y sólo sabe poseer. Estás desnudo y expuesto a todos, pero tú transformas incluso la humillación en familiaridad. Quieres revelarte íntimo incluso a quien te destruye, miras a quien te desnuda como a una persona amada que el Padre te ha dado. Aquí hay más que la paciencia de Job, incluso más que su fe. En ti está el Esposo que se deja tomar, tocar y trueca todo en bien. Nos dejas tus vestiduras, como reliquias de un amor consumado.
Están en nuestras manos, porque has estado en casa, has estado con nosotros. Nosotros tomamos tus vestiduras y ahora las echamos a suerte, pero la suerte, aquí, no favorece a uno, sino a todos. Nos conoces uno a uno, para salvar a todos, todos, todos. Y si la Iglesia te parece hoy como una vestidura rasgada, enséñanos a recoser nuestra fraternidad, fundada sobre tu entrega. Somos tu cuerpo, tu túnica indivisible, tu Esposa. Lo somos juntos. Para nosotros la suerte ha caído en un lugar de delicias, estamos contentos con nuestra herencia (cf. Sal 16,6).
Oremos diciendo: Concede a tu Iglesia paz y unidad
Señor Jesús, que ves divididos a tus discípulos. Concede a tu Iglesia paz y unidad
Señor Jesús, que llevas las heridas de nuestra historia. Concede a tu Iglesia paz y unidad
Señor Jesús, que conoces la fragilidad de nuestro amor. Concede a tu Iglesia paz y unidad
Señor Jesús, que nos quieres miembros de tu Cuerpo. Concede a tu Iglesia paz y unidad
Señor Jesús, que vistes la túnica de la misericordia. Concede a tu Iglesia paz y unidad
XI estación: Jesús es clavado en la cruz Evangelio según san Lucas (23,32-34a)
Con él llevaban también a otros dos malhechores, para ser ejecutados. Cuando llegaron al lugar llamado «del Cráneo», lo crucificaron junto con los malhechores, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
Nada nos asusta más que la inmovilidad. Y tú estás clavado, inmovilizado, bloqueado. Lo estás, pero junto a otros, nunca solo; estás determinado a revelarte también en la cruz como el Dios con nosotros. La revelación no se detiene, no se clava. Tú, Jesús, nos muestras que en cualquier circunstancia hay una decisión que tomar. Y este es el vértigo de la libertad. Ni siquiera en la cruz estás neutralizado, tú decides para quién estás ahí. Tú prestas atención tanto a uno como a otro de los que están crucificados contigo; dejas deslizar los insultos de uno y acoges la invocación del otro.
Tú prestas atención a quien te crucifica y sabes leer el corazón de quien no sabe lo que hace. Tú prestas atención al cielo, lo quisieras más claro, pero rasgas la barrera de la oscuridad con la luz de la intercesión. Clavado, de hecho, intercedes, te pones en medio de las partes, entre los opuestos. Y los llevas a Dios, porque tu cruz derriba los muros, cancela las deudas, anula las sentencias, establece la reconciliación. Eres el verdadero Jubileo. Conviértenos a ti, Jesús, que clavado todo lo puedes. Oremos diciendo: Enséñanos a amar
Cuando nos sentimos con fuerzas y cuando parece que nos faltan. Enséñanos a amar
Cuando nos vemos inmovilizados por leyes y decisiones injustas. Enséñanos a amar
Cuando nos vemos contrastados por quien no quiere la verdad y la justicia. Enséñanos a amar
Cuando estamos tentados de perder la esperanza. Enséñanos a amar
Cuando se dice que “no hay nada más que hacer”. Enséñanos a amar
XII estación: Jesús muere en la cruz Evangelio según san Lucas (23,44b-49)
El sol se eclipsó [...] El velo del Templo se rasgó por el medio. Jesús, con un grito, exclamó:
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Y diciendo esto, expiró. Cuando el centurión vio lo que había pasado, alabó a Dios, exclamando: «Realmente este hombre era un justo». Y la multitud que se había reunido para contemplar el espectáculo, al ver lo sucedido, regresaba golpeándose el pecho. Todos sus amigos y las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea permanecían a distancia, contemplando lo sucedido.
En el Calvario, ¿dónde estamos nosotros?, ¿bajo la cruz?, ¿a cierta distancia?, ¿lejos? O tal vez, como los apóstoles, ya no estamos. Tú expiras, y este respiro, último y primero, sólo pide ser acogido. Señor Jesús, orienta nuestros caminos hacia tu don. No permitas que tu soplo de vida se disipe. Nuestra oscuridad busca luz. Nuestros templos quieren permanecer definitivamente abiertos.
Ahora el Santo ya no está detrás del velo, su secreto se ofrece a todos. Lo percibe un militar, que observando de cerca cómo mueres reconoce un nuevo tipo de fuerza. Lo comprende la multitud que había gritado contra ti; antes estaba distante, pero ahora encuentra el espectáculo de un amor jamás visto, de una belleza que la hace volver a creer. A quienes te ven morir, Señor, tú les das el tiempo de volver, golpeándose el pecho, golpeándose el corazón, para que su dureza se haga pedazos. A nosotros, Jesús, que frecuentemente te miramos todavía desde lejos, concédenos vivir acordándonos de ti, para que un día, cuando vengas, también la muerte nos encuentre vivos.
Oremos diciendo: ¡Ven, Espíritu Santo!
Nos hemos mantenido a distancia de las llagas del Señor. ¡Ven, Espíritu Santo!
Ante el hermano caído hemos mirado hacia otro lado. ¡Ven, Espíritu Santo!
Los misericordiosos y los pobres en el espíritu parecen unos perdedores. ¡Ven, Espíritu Santo! Creyentes y no creyentes están frente al crucificado. ¡Ven, Espíritu Santo!
El mundo entero busca comenzar de nuevo. ¡Ven, Espíritu Santo!
XIII estación: Jesús es bajado de la cruz Evangelio según san Lucas (23,50-53a)
Llegó entonces un miembro del Consejo, llamado José, hombre recto y justo, que había disentido con las decisiones y actitudes de los demás. Era de Arimatea, ciudad de Judea, y esperaba el Reino de Dios. Fue a ver a Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús. Después [lo bajó] de la cruz. Finalmente, tu cuerpo está en las manos de un hombre bueno y justo. Tú estás envuelto en el sueño de la muerte, Jesús, pero el que se hace cargo de ti es un corazón vivo, que ha hecho una elección. José no era de aquellos que dicen y no hacen.
“Había disentido con las decisiones y actitudes de los demás”, dice el Evangelio. Y esto es una buena noticia: te abraza, Jesús, uno que no ha abrazado la opinión común. Se hace cargo de ti uno que ha asumido las propias responsabilidades. Estás en tu sitio, Jesús, en el seno de José de Arimatea, que “esperaba el Reino de Dios”. Estás en tu sitio entre quien espera todavía, entre quien no se resigna a pensar que la injusticia es inevitable. Tú rompes la cadena de lo ineludible, Jesús.
Rompes los automatismos que destruyen la casa común y la fraternidad. A quienes esperan tu Reino les das el valor de presentarse a las autoridades, como Moisés al Faraón, como José de Arimatea a Pilatos. Nos habilitas para grandes responsabilidades, nos haces audaces. Así, aun estando muerto, sigues reinando. Y para nosotros, Jesús, servirte es reinar.
Oremos diciendo: Servirte es reinar
Dando de comer a los hambrientos. Servirte es reinar
Dando de beber a los sedientos. Servirte es reinar
Vistiendo al desnudo. Servirte es reinar
Hospedando a los forasteros. Servirte es reinar
Visitando a los enfermos. Servirte es reinar
Visitando a los encarcelados. Servirte es reinar
Enterrando a los muertos. Servirte es reinar
XIV estación: Jesús es colocado en el sepulcro Evangelio según san Lucas (23,53b-56)
Lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro cavado en la roca, donde nadie había sido sepultado. Era el día de la Preparación, y ya comenzaba el sábado. Las mujeres que habían venido de Galilea con Jesús siguieron a José, observaron el sepulcro y vieron cómo había sido sepultado. Después regresaron y prepararon los bálsamos y perfumes, pero el sábado observaron el descanso que prescribía la Ley.
En un sistema que nunca se detiene, Jesús, tú vives tu sábado. Lo viven también las mujeres, a las que aromas y perfumes quisieran ya hablar de resurrección. Enséñanos a no hacer nada, cuando únicamente se nos pide esperar. Edúcanos en los tiempos de la tierra, que no son los del artificio. Colocado en el sepulcro, Jesús, compartes la condición que nos acomuna a todos y alcanzas los abismos que tanto nos asustan. Ves cómo los rehuimos, multiplicando nuestras actividades. Giramos frecuentemente en círculos, pero el sábado brilla con sus luces, nos educa y nos pide descanso. Vida divina, vida a la medida del hombre, la que conoce la paz del sábado.
«Cada uno se sentará bajo su parra y bajo su higuera, sin que nadie lo perturbe» (Mi 4,4),
profetizaba Miqueas. Y Zacarías se hace eco de esta palabra: «Aquel día –oráculo del Señor de los ejércitos– ustedes se invitarán unos a otros debajo de la parra y de la higuera» (Za 3,10). Jesús, que pareces dormir en un mundo tempestuoso, llévanos a todos a la paz del sábado. Entonces la creación entera nos parecerá muy buena y hermosa, destinada a la resurrección. Y habrá paz para tu pueblo y entre todas las naciones.
Oremos diciendo: Que venga tu paz
Para la tierra, el aire y el agua. Que venga tu paz
Para los justos y los injustos. Que venga tu paz
Para quien es invisible y carece de voz. Que venga tu paz
Para quien no tiene poder ni dinero. Que venga tu paz
Para quien espera un brote justo. Que venga tu paz
Invocación final
«“Laudato si’, mi’ Signore” – “Alabado seas, mi Señor”, cantaba san Francisco de Asís. En ese hermoso cántico nos recordaba que nuestra casa común es también como una hermana [...]. Esta hermana clama por el daño que le provocamos» (Carta enc. Laudato si’, 1-2). «“Fratelli tutti”, escribía san Francisco de Asís para dirigirse a todos los hermanos y las hermanas, y proponerles una forma de vida con sabor a Evangelio» (Carta enc. Fratelli tutti, 1). «“Nos amó”, dice san Pablo refiriéndose a Cristo [...], para ayudarnos a descubrir que de ese amor nada “podrá separarnos”» (Carta enc. Dilexit nos, 1).
Hemos recorrido la vía de la Cruz; nos hemos dirigido al amor del que nada podrá separarnos. Ahora, mientras el Rey duerme y un gran silencio cubre toda la tierra, haciendo nuestras las palabras de san Francisco invoquemos el don de la conversión del corazón.
¡Oh alto y glorioso Dios!,
ilumina las tinieblas de mi corazón.
Concédeme fe recta,
esperanza cierta,
caridad perfecta
y humildad profunda.
Concédeme, Señor, sabiduría y discernimiento
para cumplir tu santa voluntad. Amén.
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