El pasado 14 de febrero, los periodistas que habitualmente siguen la actualidad del Vaticano recibieron a las 10:53 (hora local) un comunicado en el que se informó de que el Papa Francisco había sido ingresado en el hospital Policlínico Gemelli “para continuar el tratamiento de una bronquitis”.
No fue ninguna sorpresa. El Pontífice llevaba varias semanas sin poder leer textos en voz alta, aquejado de una bronquitis, que le provocaba una tos ronca y dificultades respiratorias. Como medida de precaución, las audiencias que tradicionalmente tenían lugar en el Palacio Apostólico fueron trasladadas a la Casa Marta, su residencia en el Vaticano, para evitar su exposición al aire libre.
El día de su hospitalización, la cuarta en doce años de pontificado, el Santo Padre cumplió con todas las citas previstas en su agenda. Se reunió con el Prefecto del Dicasterio para la Evangelización, el Cardenal Luis Antonio G. Tagle; con el Primer Ministro de la República Eslovaca, Robert Fico; con el Presidente y Director General de la CNN, Mark Thompson; y con miembros de la Fundación Gaudium et Spes ante los que incluso sacó fuerzas para pronunciar un breve discurso.

Con apenas un hilo de voz, interrumpida por una tos seca, alabó el trabajo que realizan, “especialmente en favor de los más pobres”.
Por la tarde, la Oficina de Prensa del Vaticano confirmó que el Santo Padre padecía una infección en las vías respiratorias. Tres días más tarde, el director de la Oficina de Prensa del Vaticano, Matteo Bruni, confirmó que el Santo Padre padecía una “infección polimicrobiana” en el aparato respiratorio a consecuencia de la bronquitis.