A continuación, la catequesis completa del Papa Francisco sobre la presentación de Jesús en el Templo:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Contemplemos hoy la belleza de "Jesucristo, nuestra esperanza" (1 Tm 1,1) en el misterio de su presentación en el Templo.
En los relatos de la infancia de Jesús, el evangelista Lucas nos muestra la obediencia de María y José a la Ley del Señor y a todas sus prescripciones. En realidad, en Israel no existía la obligación de presentar al niño en el Templo, pero quien vivía en la escucha de la Palabra del Señor y deseaba conformarse a ella, consideraba que era una práctica valiosa. Así lo hizo Ana, la madre del profeta Samuel, que era estéril; Dios escuchó su oración y ella, después de tener un hijo, lo llevó al templo y lo ofreció para siempre al Señor (cf. 1 S 1,24-28).
Lucas narra, pues, el primer acto de culto de Jesús, celebrado en la ciudad santa, Jerusalén, que será la meta de todo su ministerio itinerante a partir del momento en que tome la firme decisión de subir allí (cf. Lc 9,51), yendo al encuentro de la realización de su misión.
María y José no se limitan a insertar a Jesús en una historia de familia, de pueblo, de alianza con el Señor Dios. Se ocupan de su custodia y de su crecimiento, y lo introducen en la atmósfera de fe y culto. Y ellos mismos crecen gradualmente en la comprensión de una vocación que los supera con creces. En el Templo, que es "casa de oración" (Lc 19,46), el Espíritu Santo habla al corazón de un hombre anciano: Simeón, un miembro del pueblo santo de Dios preparado a la espera y en la esperanza, que alimenta el deseo de que se cumplan las promesas hechas por Dios a Israel por medio de los profetas.
Simeón percibe en el Templo la presencia del Ungido del Señor, ve la luz que resplandece en medio de los pueblos sumidos "en tinieblas" (cf. Is 9,1) y va al encuentro de ese niño que, como profetiza Isaías, "nació para nosotros", es el hijo que "nos ha sido dado", el "Príncipe de la paz" (Is 9,5). Simeón abraza a ese niño que, pequeño e indefenso, descansa entre sus brazos; pero es él, en realidad, quien encuentra el consuelo y la plenitud de su existencia abrazándolo. Lo expresa en un cántico lleno de conmovedora gratitud, que en la Iglesia se ha convertido en la oración al final del día: