Siento el corazón afligido por tantos de ustedes que están sufriendo a causa de los incendios forestales que están todavía ardiendo en las montañas y en los terrenos que bordean el mar. Estos son días de tribulación para nuestra gran ciudad y para la familia de Dios que vive aquí, en la Arquidiócesis de Los Ángeles.
Desde el primer momento en que se presentó la tormenta de fuego, ofrecí una serie de misas para orar por ustedes, por nuestros vecinos y por los valientes hombres y mujeres que están esmerándose en apagar estos incendios para mantenernos a salvo.
Experimenté una gran aflicción al encontrarme con aquellos de ustedes que han perdido tanto: a sus seres queridos y sus hogares, sus negocios y sus medios de vida; sus parroquias, sus escuelas y sus vecindarios. Me entristece profundamente el ver que hay miles de católicos en Los Ángeles y otros angelinos que están viviendo como refugiados y expatriados dentro de sus propias ciudades de origen.
Estamos apenas empezando a percibir la magnitud de la destrucción y del cataclismo. Estos incendios han reducido a cenizas tanto las posesiones materiales como los recuerdos más preciados de las personas, y han vuelto incierto su futuro. Las autoridades dicen que la reconstrucción puede llevar años y que es posible que muchas de nuestras comunidades nunca vuelvan a ser como antes.
En tiempos como éste, es comprensible que podamos cuestionar el amor de Dios hacia nosotros, que nos preguntemos dónde está él cuando la gente buena está sufriendo. ¿Por qué Dios permite el mal?
¿Por qué permite que ocurran desastres naturales tales como los incendios forestales y los huracanes, como los terremotos y las inundaciones? No existen respuestas fáciles, pero eso no significa que no las haya.