Este 17 de noviembre el Papa Francisco celebró en la Basílica de San Pedro la Misa por la VIII Jornada Mundial de los Pobres, una iniciativa que comenzó en el 2016 con su carta apostólica Misericordia et misera.
A continuación, la homilía completa del Papa Francisco:
Las palabras que acabamos de escuchar podrían suscitarnos sentimientos de angustia; en realidad, son un gran anuncio de esperanza. En efecto, si Jesús por una parte pareciera describir el estado de ánimo de quien ha visto la destrucción de Jerusalén y piensa que haya llegado el final, al mismo tiempo Él anuncia algo extraordinario: en la hora de la oscuridad y la desolación, justo en el momento en que todo parece derrumbarse, Dios viene, Dios se hace cercano, Dios nos reúne para salvarnos.
Jesús nos invita a tener una mirada más aguda, a tener ojos capaces de “leer desde adentro” los acontecimientos de la historia, para descubrir que, incluso en las angustias de nuestro corazón y de nuestro tiempo, hay una esperanza inquebrantable que brilla. Por eso, en esta Jornada Mundial de los Pobres, detengámonos precisamente en estas dos realidades: angustia y esperanza. Realidades que siempre están combatiendo dentro de nuestro corazón.
Primero la angustia. Es un sentimiento extendido en nuestra época, donde la comunicación social amplifica los problemas y las heridas, haciendo que el mundo sea más inseguro y el futuro más incierto. Asimismo, el Evangelio de hoy se abre con un escenario que proyecta en el cosmos la tribulación del pueblo, y lo hace utilizando un lenguaje apocalíptico: «El sol se oscurecerá, la luna dejará de brillar, las estrellas caerán del cielo y los astros se conmoverán» (Mc 13,24-25).
Si nuestra mirada se limita solo a la narración de los hechos, prevalecerá en nosotros la angustia. De hecho, también hoy vemos el sol oscurecerse y la luna apagarse, vemos el hambre y la carestía que oprimen a muchos hermanos y hermanas que no tienen qué comer, vemos los horrores de la guerra, vemos las muertes inocentes. Frente a esta realidad, corremos el riesgo de hundirnos en el desánimo y dejar pasar inadvertida la presencia de Dios dentro del drama de la historia. De este modo, nos condenamos a la impotencia; vemos como a nuestro alrededor crece la injusticia que provoca el dolor de los pobres, sin embargo, nos dejamos llevar por la inercia de aquellos que, por comodidad o por pereza, piensan que “el mundo es así” y “no hay nada que yo pueda hacer”. Así, incluso la fe cristiana se reduce a una devoción pasiva, que no incomoda a los poderes de este mundo y no produce ningún compromiso concreto en la caridad. Y mientras una parte del mundo está condenada a vivir en los sectores marginales de la historia, al tiempo que crecen las desigualdades y la economía castiga a los más débiles, mientras la sociedad se consagra a la idolatría del dinero, sucede que los pobres y los excluidos no pueden hacer otra cosa que continuar esperando (cf. Ex ap. Evangelii gaudium, 54).