El Pontífice recordó además que este 2 de noviembre “será la conmemoración anual de todos los fieles difuntos”, señalando que algunos “van a rezar a la tumba de sus seres queridos”.
“Yo también iré mañana por la mañana a celebrar la Misa en el cementerio Laurentino de Roma. No lo olvidemos: la Eucaristía es la oración más grande y eficaz por las almas de los difuntos”, subrayó.
Texto completo de las palabras del Papa Francisco en el rezo del Ángelus, publicado por la Oficina de Prensa de la Santa Sede:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y feliz fiesta!
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Hoy, solemnidad de Todos los Santos, en el Evangelio (cf. Mt 5,1-12) Jesús proclama el carné de identidad del cristiano. ¿Y cuál es el carné de identidad del cristiano? Las bienaventuranzas. Es nuestro carné de identidad, y también el camino hacia la santidad (cf. Exhortación apostólica Gaudete et exsultate, 63). Jesús nos muestra un camino, el camino del amor, que Él mismo recorrió primero haciéndose hombre, y que para nosotros es a la vez don de Dios y respuesta nuestra. Don y respuesta.
Es don de Dios, porque, como dice san Pablo, es Él quien santifica (cf. 1 Co 6,11). Y por eso es ante todo al Señor a quien pedimos que nos santifique, que haga nuestro corazón semejante al suyo (cf. Carta Encíclica Dilexit nos, 168). Con su gracia nos sana y nos libera de todo lo que nos impide amar como Él nos ama (cf. Jn 13, 34), para que en nosotros, como decía el Beato Carlo Acutis, haya siempre «menos de mí para dejar espacio a Dios».
Y esto nos lleva al segundo punto: nuestra respuesta. En efecto, el Padre celestial nos ofrece su santidad, pero no nos la impone. La siembra en nosotros, nos hace gustarla y ver su belleza, pero luego espera nuestra respuesta. Nos deja que sigamos sus buenas inspiraciones, que nos dejemos implicar en sus proyectos, que hagamos nuestros sus sentimientos (cf. Dilexit nos, 179), poniéndonos, como Él nos enseñó, al servicio de los demás, con una caridad cada vez más universal, abierta y dirigida a todos, al mundo entero.
Todo esto lo vemos en la vida de los santos, incluso en nuestro tiempo. Pensemos, por ejemplo, en san Maximiliano Kolbe, que en Auschwitz pidió ocupar el lugar de un padre de familia condenado a muerte; o en santa Teresa de Calcuta, que gastó su existencia al servicio de los más pobres entre los pobres; o en el obispo san Óscar Romero, asesinado en el altar por haber defendido los derechos de los últimos contra los abusos de los prepotentes. Y así podemos hacer la lista de tantos santos, tantos: los que veneramos en los altares y otros, a los que me gusta llamar los santos «de al lado», los de todos los días, los ocultos, los que llevan su vida cristiana cotidiana. Hermanos y hermanas, ¡cuánta santidad escondida hay en la Iglesia! Reconocemos a tantos hermanos y hermanas modelados por las Bienaventuranzas: pobres, mansos, misericordiosos, hambrientos y sedientos de justicia, artífices de paz. Son personas «llenas de Dios», incapaces de permanecer indiferentes ante las necesidades del prójimo; son testigos de caminos luminosos, que también son posibles para nosotros.
Preguntémonos ahora: ¿le pido a Dios, en la oración, el don de una vida santa? ¿Me dejo guiar por los buenos impulsos que su Espíritu suscita en mí? ¿Y me comprometo personalmente a practicar las Bienaventuranzas del Evangelio, en los ambientes en los que vivo?
Que María, Reina de todos los Santos, nos ayude a hacer de nuestra vida un camino de santidad.