“Del Bautismo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo surge la identidad del Pueblo de Dios. Esta se realiza como una llamada a la santidad y un envío en misión para invitar a todos los pueblos a acoger el don de la salvación (cf. Mt 28,18-19). Es, por tanto, del Bautismo, en el cual Cristo nos reviste de Sí (cf. Gal 3,27) y nos hace renacer del Espíritu (cf. Jn 3,5-6) como hijos de Dios, de donde nace la Iglesia sinodal y misionera. Toda la vida cristiana tiene su fuente y su horizonte en el misterio de la Trinidad, que suscita en nosotros el dinamismo de la fe, la esperanza y la caridad”.
Párrafo 34
“«La criatura humana, en cuanto de naturaleza espiritual, se realiza en las relaciones interpersonales. Cuanto más las vive de manera auténtica, más madura también su propia identidad personal. No es aislándose como el hombre se valora a sí mismo, sino poniéndose en relación con los demás y con Dios. La importancia de tales relaciones se vuelve entonces fundamental» (CV 53). Una Iglesia sinodal se caracteriza como un espacio en el cual las relaciones pueden florecer, gracias al amor mutuo que constituye el mandamiento nuevo que Jesús dejó a Sus discípulos (cf. Jn 13,34-35). En medio de culturas y sociedades cada vez más individualistas, la Iglesia, «pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (LG 4), puede dar testimonio de la fuerza de las relaciones fundadas en la Trinidad. Las diferencias de vocación, edad, sexo, profesión, condición y pertenencia social, presentes en cada comunidad cristiana, ofrecen a cada uno ese encuentro con la alteridad indispensable para la maduración personal”.
Párrafo 51
“Debemos mirar a los Evangelios para trazar el mapa de la conversión que se nos exige, aprendiendo a hacer nuestros los actitudes de Jesús. Los Evangelios nos lo «presentan constantemente escuchando a las personas que se le acercan por los caminos de la Tierra Santa» (DTC 11). Ya se tratara de hombres o mujeres, de judíos o paganos, de doctores de la ley o de publicanos, de justos o de pecadores, de mendigos, de ciegos, de leprosos o enfermos, Jesús no despidió a nadie sin detenerse a escuchar y sin entrar en diálogo. Reveló el rostro del Padre al acercarse a cada uno allí donde se encuentra su historia y su libertad. Del escuchar las necesidades y la fe de las personas que encontraba brotaban palabras y gestos que renovaban su vida, abriendo el camino a relaciones sanadas. Jesús es el Mesías que «hace oír a los sordos y hablar a los mudos» (Mc 7,37). A nosotros, Sus discípulos, nos pide comportarnos de la misma manera y nos otorga, con la gracia del Espíritu Santo, la capacidad de hacerlo, moldeando nuestro corazón al Suyo: solo «el corazón hace posible cualquier vínculo auténtico, porque una relación que no se construye con el corazón es incapaz de superar la fragmentación del individualismo» (DN 17). Cuando nos ponemos a escuchar a los hermanos y hermanas, participamos en la actitud con la que Dios, en Jesucristo, se acerca a cada uno”.
Párrafo 58