Tal vez esté en la naturaleza misma del Sínodo de la Sinodalidad dar pasos atrás después de haber dado varios pasos adelante. Pero el tono de los primeros días de la última asamblea general del Sínodo hace evidente que, por el momento, no se habla de revolución dentro de la Iglesia.
Ese tono se estableció días antes de que comenzara la reunión esta semana en el Vaticano, cuando en su discurso en Bélgica el 27 de septiembre, el Papa Francisco dijo que el Sínodo no estaba destinado a promover lo que llamó reformas “a la moda”.
Ahora parece claro que, si bien los delegados pueden discutir muchas cosas durante las próximas tres semanas, no se decidirá nada. No habrá cambios doctrinales. No hay disminución del papel del obispo. No hay prisa por resolver la cuestión de abrir el diaconado a las mujeres.
En cambio, el verdadero desafío de este mes bien puede ser cómo manejar las expectativas de aquellos que esperan y presionan por cambios radicales. El Cardenal Jean-Claude Hollerich, relator general del Sínodo, aludió a ese peligro al final de la asamblea del año pasado cuando señaló que muchos se sentirían decepcionados si no se diera a las mujeres un papel más importante en la Iglesia.
Pero, ¿se vislumbra un cambio importante en el gobierno de la Iglesia? Eso parece poco probable. El propio Papa Francisco, en su discurso de apertura de la asamblea de este año, el 1 de octubre, enfatizó que “la presencia en la Asamblea del Sínodo de los Obispos de miembros que no son obispos no disminuye la dimensión ‘episcopal’ de la Asamblea”, en referencia a las docenas de laicos y religiosas que participan como delegados con derecho a voto.
Añadió, con evidente fastidio, que las sugerencias en sentido contrario se debían a “alguna tempestad de rumores que van de un lado para otro”. De hecho, ni siquiera hay “algún límite” ni se deroga “la autoridad propia de cada obispo y del Colegio episcopal”, dijo.