Nosotros los cristianos sabemos que el mal no tiene la última palabra, sino que, como se dice, tiene los días contados. Esto no quita nuestro compromiso, al contrario, lo aumenta: la esperanza es nuestra responsabilidad.
A este respecto, me preguntan qué relación hay entre cristianismo y ecología, es decir, qué proyecto tiene nuestra fe respecto a la casa común de toda la humanidad. Lo diría en tres palabras: gratitud, misión y fidelidad.
La primera actitud es la gratitud, porque esta casa nos ha sido donada; no somos patrones, somos huéspedes y peregrinos en la tierra. El primero en hacerse cargo de nosotros es Dios; nosotros somos ante todo cuidados por Dios, que creó la tierra y —dice Isaías— “no la creó vacía, sino que la formó para que fuera habitada” (Is 45,18). Y el salmo octavo está lleno de asombrada gratitud: «Al ver el cielo, obra de tus manos, / la luna y las estrellas que has creado: / ¿qué es el hombre para que pienses en él, / el ser humano para que lo cuides?» (Sal 8,4-5). ¡Gracias, Padre, por el cielo estrellado y por la vida en este universo!
La segunda actitud es la misión. Nosotros estamos en el mundo para custodiar su belleza y cultivarla para el bien de todos, sobre todo para la posteridad, en un futuro cercano. Este es el “programa ecológico” de la Iglesia. Pero ningún plan de desarrollo podrá llevarse a cabo si en nuestras conciencias permanece la arrogancia, la violencia y la rivalidad. Es necesario ir a la fuente de la cuestión, que es el corazón del hombre. De ahí viene también la dramática urgencia del tema ecológico: de la arrogante indiferencia de los poderosos, que antepone siempre los intereses económicos. Mientras sea así, toda exhortación será silenciada o sólo sera acogida en la medida en que sea conveniente al mercado. Y mientras el mercado esté en primer lugar, nuestra casa común sufrirá injusticia. La belleza del don exige nuestra responsabilidad: somos huéspedes, no dueños absolutos. En este sentido, queridos estudiantes, consideren la cultura como cultivo del mundo, no sólo de las ideas.
Aquí está el desafío del desarrollo integral, que requiere la tercera actitud: la fidelidad. Fidelidad a Dios y al hombre. Este desarrollo, en efecto, se refiere a todas las personas en todos los aspectos de su vida: física, moral, cultural, sociopolítica; y a esto se opone cualquier forma de opresión y de descarte. La Iglesia denuncia estos atropellos, comprometiéndose ante todo en la conversión de cada uno de sus miembros, de nosotros mismos, a la justicia y la verdad. En este sentido, el desarrollo integral se apela a nuestra santidad: es vocación a la vida justa y feliz, para todos.
La opción a realizar, por tanto, está entre manipular la naturaleza y cultivar la naturaleza, a partir de nuestra naturaleza humana; pensemos en la eugenesia, los organismos cibernéticos, la inteligencia artificial. La opción entre manipular y cultivar concierne también a nuestro mundo interior.