Cuando experimentamos las desolaciones, de hecho, siempre debemos preguntarnos cuál es el mensaje que el Señor nos quiere comunicar. ¿Y qué es lo que nos hace ver la crisis? Hemos pasado de un cristianismo establecido en un marco social acogedor, a un cristianismo “de minorías” o, mejor dicho, de testimonio. Y esto reclama la valentía de una conversión eclesial, para comenzar esas transformaciones pastorales que tienen que ver incluso con las costumbres, los modelos, los lenguajes de la fe, para que estén realmente al servicio de la evangelización (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 27).
Y quisiera decirle a Helmut, que esta valentía se exige también a los sacerdotes. Ser sacerdotes que no se limitan a conservar o administrar un patrimonio del pasado, sino pastores enamorados de Jesucristo y patentes para acoger las exigencias del Evangelio —con frecuencia implícitas— mientras caminan con el santo Pueblo de Dios, y nosotros caminamos un poco adelante, un poco en medio y un poco atrás.
Y cuando llevamos el Evangelio —pienso en lo que dijo Yaninka— el Señor abre nuestros corazones al encuentro con el que es distinto a nosotros. Es bueno, y más aún necesario, que entre los jóvenes haya sueños y espiritualidades diferentes. Así debe ser, porque pueden ser muchos los caminos personales y comunitarios, pero nos conducen a la misma meta, al encuentro con el Señor. En la Iglesia hay lugar para todos, todos, todos, y ninguno debe ser fotocopia de nadie. La unidad en la Iglesia no es uniformidad, se trata más bien de encontrar la armonía en la diversidad. Y también a Arnaud le diría: el proceso sinodal debe ser un retorno al Evangelio, no debe haber entre las prioridades alguna reforma que vaya “a la moda”, sino más bien cuestionarse: ¿cómo podemos hacer llegar el Evangelio a una sociedad que ya no lo escucha o que se aleja de la fe? Preguntémonos todos.
El segundo camino a transitar es la alegría. No se trata de las alegrías asociadas a algo momentáneo, ni de consentir los modelos de evasión o de diversión consumista; sino de una alegría más grande, que acompaña y sostiene la vida también en los momentos oscuros o dolorosos, y esto es un don que viene de lo alto, de Dios. Es la alegría del corazón suscitada por el Evangelio, es saber que a lo largo del camino no estamos solos y que aún en las situaciones de pobreza, de pecado, de aflicción, Dios es cercano, cuida de nosotros y no permitirá que la muerte tenga la última palabra. Dios es cercano, cercanía.
Mucho antes de ser Papa, Joseph Ratzinger escribió que una regla del discernimiento es la siguiente: “donde falta la alegría, donde muere el humor, ni siquiera existe el Espíritu Santo […]. Y viceversa: la alegría es signo de gracia” (El Dios de Jesucristo, Brescia 1978, 129) Es bonito. Quisiera entonces decirles que su predicación, su modo de celebrar, su servicio y apostolado deben dejar traslucir la alegría del corazón, ya que esto suscita preguntas y atrae incluso a los más alejados. La alegría del corazón, no la sonrisa del momento. Agradezco a sor Agnese y le digo: la alegría es el camino. Cuando la fidelidad se presenta difícil, debemos mostrar — como tú lo has dicho— que esta virtud es un “camino a la felicidad”. Y entonces, viendo hacia dónde conduce el camino, estamos más preparados para iniciarlo.
El tercer itinerario es la misericordia. El Evangelio, acogido y compartido, recibido y donado, nos conduce a la alegría, porque nos hace descubrir que Dios es el Padre de la misericordia, que se conmueve por nosotros, que nos levanta de nuestras caídas, que nunca nos retira su amor.